La poesía del gol

El fútbol es el deporte más popular del mundo por la sencillez de sus reglas, y lo complejo de su esencia, y aunque todos gritan cuando la pelota cruza la meta, muchos ignoran cuánta poesía hay en el acto de marcar un gol.

El fútbol es comprensible hasta para los neófitos. Aunque sea la primera vez que pise un estadio, el más despistado entiende que el asunto es meter la pelota por una portería de tres palos, custodiada por un cancerbero alerta, que se siente ofendido cuando el balón cruza sus dominios y va a dormir el sueño de los justos al fondo de la malla.

Pero una cosa es entender el fútbol y otra comulgar con sus secretos. El fútbol hay que mamarlo desde la cuna para llevarlo en el corazón.

Lo mismo pueden ser 22 millonarios de una liga europea pateando un balón de 100 euros en un estadio lujoso, que 22 chicos sin zapatos divirtiéndose en una favela con una pelota de trapo. La electricidad del gol les agarra por igual.

Messi, el futbolista más famoso y tal vez mejor pago del mundo, disfruta el fútbol, siempre, con su selección y el Barcelona o como la hacía en Rosario pateando el balón durante horas hasta que su madre lo reclamaba para cenar. En la banca de su debut en Copa América ante Panamá se le notaba inquieto, ansioso pero el rostro se le transformó en sonrisa cuando Gerardo Martino lo llamó para jugar, y él jugó. Ah, y marcó tres goles en media hora.

El uruguayo Luis Suárez levantó en cólera porque 'el maestro' Oscar Tabárez no lo llamó desde la banca en el partido ante Venezuela. Golpeó el techo, enfurecido. No tuvo en cuenta que, lesionado, no figuraba en la lista de convocados. Quería ayudar a sus compañeros porque la celeste estaba a punto de ser eliminada de la Copa América. Luego pidió perdón. Lo traicionó su pasión por el fútbol y por su selección. Está igual que en su natal Salto, pese a los millones y la fama.

¡Cuánta complicidad entre el balón y el jugador para que nazca un gol!

No sólo basta con tener dotes. Hay que tener olfato y maña para tratar la pelota como una dama esquiva y caprichosa. Controlarla con ternura, acariciarla con el empeine, mimarla con la cabeza, gambetearla, montarla en bicicleta, pasarla por un caño, hacerla una rabona, peinarla ... y al final dejarla ir. Que vuele libre a ese lugar donde anidan las arañas, y viven o mueren los sueños.

Se celebra con la misma desbordada locura el gol de un crack en una Copa Mundial, que el de un futbolista dominguero en una 'cascarita' mexicana, un picadito argentino o un futbolacho paraguayo. El gol no tiene dueños, porque es universal en su alegría y egoísta en su disfrute.

Dicen que el fútbol es una religión, y que el balón es su Dios Supremo. Los Pelé, los Maradona, Di Stéfano, Cruyff, Garrincha, Messi, CR7 y un pequeño grupo de elegidos son sus sacerdotes consagrados, y el gol es el padrenuestro que glorifica las acciones de esos elegidos.

Pero como toda religión, el fútbol también tiene sus extremistas. Talibanes del deporte que crucifican el juego, ya sea con actos corruptos o violentos.

Tan Judas son los exdirigentes de la FIFA que mancharon el balón, como los hooligans rusos que se entrenaron en su país para buscar camorra en la Eurocopa.

Para los violentos y corruptos el gol no es poesía, sino el fin que justifica los medios. Sus medios.

El fútbol, lejos de ser una neurosis de la cultura -como decía Umberto Eco- o un ejercicio para aberrados idiotas -según Rudyard Kipling-, encierra la misma poesía que emana de un beso o un rechazo.

Ya lo resumió en un poema Quique Wolff, exdefensa argentino y ahora periodista: "Cómo vas a saber lo que es la vida. Si nunca jamás, jugaste al fútbol".

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