Javier Herrero
Madrid, 25 nov.- Como el flautista de Hamelín, pero en Madrid y con guitarra; sin banda, solo en medio de un escenario completamente despejado, así ha osado presentarse Ed Sheeran en un Palacio de los Deportes saturado para, pese a todo, llevarse al huerto (o al río) a una congregación entre histérica e hipnotizada.
Podría parecer que el concierto de esta noche hubiese surgido espontáneamente si no fuera porque la gran revelación británica internacional de los últimos años junto a Adele y One Direction no titubea sobre las tablas: seguro, enérgico, entregado, simpático incluso... Quién diría que este es el autor de esas melancólicas canciones y de sus aún más desganadas y escuetísimas entrevistas.
La excusa es la presentación de su segundo disco, "x" (2014), que -como su título indica- pretende multiplicar todo lo conseguido con el anterior, "+" (2011). Si por aquel recibió dos premios Brit, este ya se ha convertido en el mayor éxito comercial del año de Reino Unido, por delante de Coldplay, con récord histórico de reproducciones en Spotify.
Muchas de ellas deben haber partido de las casi 11.000 personas que hoy han seguido su primer gran concierto en Madrid, un día después de su paso por Barcelona, con la pista llena a reventar como no se veía desde la tragedia del Madrid Arena, que redujo los formatos y llevó a la capital a un panorama desangelado a veces.
En los gritos se hacía perceptible también que entre esa muchedumbre había una importante mayoría joven y de género femenino, que ha recibido con estruendo ensordecedor su irrupción en el escenario, solísimo a sus 23 años, sin música, con una camiseta, vaqueros, zapatillas y una guitarra, para interpretar "I'm a mess", uno de los temas nuevos, que también han sido mayoría.
"Hola, Madrid, mi misión es entreteneros", prometía el inglés, expresando la raíz de su filosofía artística, objetivo conseguido con canciones que son como un crudo diario adolescente de amoríos truncados, preocupaciones existenciales y ramalazos de corte social (que no político) al estilo de "The A-Team", su primer gran éxito y uno de los "hits" de la noche.
Muy influido por Damien Rice, pop rock, folk, hip hop, toques acústicos y arreglos alternativos se entremezclan en composiciones que pasan a una velocidad fulgurante, en un show espartano en el que no hay rastro de más músicos (los demás instrumentos van enlatados) y en el que el mayor lujo escenográfico son seis pantallas verticales que prácticamente se limitan a proyectar su figura.
Ni siquiera queda muy claro si la guitarra que suena todo el tiempo es la que él toca, porque en algunos momentos deja de aporrearla, pero sigue presente en el audio. Eso sí, la voz va indudablemente en directo y se convierte en su más poderoso vehículo de captación, en su principal canal de expresión y derroche.
Entre las primeras sorpresas notables de la velada, la desenvoltura en el rapeo de "Don't", en cuya letra le espeta a la también artista Ellie Goulding: "Nunca pretendí ser el siguiente, pero tú no tenías por qué llevártelo a él a la cama, eso es todo".
Cabe destacar otros temas, como "Drunk" o "Take it back", en el que un rapeo más agresivo, más de la cuerda de Eminem, termina hilado con el "Superstitious" de Stevie Wonder, dando pruebas de su versatilidad.
Su capacidad hipnótica se hace patente en "Bloodstream", un tema que -apropiadamente- habla de los efectos del éxtasis y que acaba con una imagen colosal, cinematográfica, con todo el público balanceando sus brazos al unísono, siguiendo sus órdenes.
"Voy a cantar una canción de vuestro país", declara antes de acometer "Tenerife sea", que en realidad es una exaltación de los ojos azules de su madre.
El sentido del humor se hace patente después en "Runaway", escrito junto a Pharrell Williams y que aquí cierra con el "Everybody" de Backstreet Boys, antes de abordar otro de los grandes momentos, el más romántico, con "Thinking out loud", su canción preferida de "x" y la de gran parte del público también.
"Esta es una canción muy tranquila", advierte al acometer "Give me love", declaración que queda en nada cuando su interpretación se desmadra tanto en sus guitarreos como en su voz y alcanza las mismas proporciones catárticas que el colofón final, la bailable "Sing", tras casi dos horas de una producción muy barata, a cargo de un músico valiosísimo.
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