Historia del enemigo

Cómo se descubrieron las vacunas y se declaró la guerra mundial contra los virus

  • La idea de inyectar en humanos patógenos debilitados que ya no se pueden reproducir es lo que ha permitido salvar millones de vidas desde entonces.
Edward Jenner prueba la vacuna
Edward Jenner prueba la vacuna

El doctor rural Edward Jenner se fijó en las manos de las mujeres que ordeñaban vacas, y vio que muchas de ellas tenían pústulas porque se habían infectado de la viruela de las vacas. Una de las granjeras le dijo: “Nunca tendré viruela porque ya he tenido viruela. Nunca tendré la cara fea y picada”. Jenner se dio cuenta en 1796 de que las granjeras que ya habían sufrido viruela eran inmunes a la enfermedad que asolaba periódicamente la región de Gloucestershire, en Gran Bretaña. Habían desarrollado defensas. De modo que, cuando volvían a infectarse de viruela de las vacas, su cuerpo ya era inmune. ¿Qué pasaría si se inyectaba el pus de sus manos a otro ser humano? ¿Lo haría también inmune a la enfermedad?

Para comprobarlo, hizo algo arriesgado: tomó un poco de pus de la herida de una granjera y lo inyectó en un niño de ocho años llamado James Phipps. Seis semanas después hizo algo aún más raro y peligroso: escogió dos puntos en un bracito del pequeño James, y los infectó: pero esta vez con viruela.

Las posibilidades de morir del niño eran de tres sobre diez. La viruela era una enfermedad grave y contagiosa, que se manifestaba con erupciones de escamas en la piel, y que podía deformar la cara para siempre. Como pasaban los días y el niño parecía no verse afectado, el doctor Jenner siguió infectándolo aún con más viruela. Pero nada. El niño seguía sano.

Entonces, recogiendo todo su saber, el doctor Jenner publicó en 1798 un libro titulado “Investigación sobre las causas y consecuencias del la vacuna de la viruela”. Y escribió que “la viruela de las vacas protege a la constitución humana de la infección de la viruela”. Con ese experimento y gracias a la valentía del pequeño Phipps, se inauguraba la era de las vacunas. Jenner las llamó así porque en latín “vaccinae”, significa “relacionado con las vacas” y en aquella época, los eruditos empleaban el latín para sus hermosos descubrimientos.

La idea de inyectar en humanos patógenos debilitados que ya no se pueden reproducir es lo que ha permitido salvar millones de vidas desde entonces. Lo llamativo es que el doctor Jenner descubrió las vacunas sin tener ni idea de los virus, sin verlos y sin sospechar cómo actuaban.

Jenner no podía saberlo porque los microscopios de su época podían contemplar células, pero no algo tan pequeño como los virus: un virus tiene un tamaño de 20 a 400 nanómetros, es decir, “miles de millones de virus pueden caber en la cabeza de un alfiler”, dice el Natural Center for Biotechnology Information (NCBI). Su nombre viene del latín, virus, y significa venenoso. Cicerón, en su “Tratado de la Amistad” (44 antes de Cristo), ya lo usaba así cuando decía “Timonem… apud quem evomat virus acerbitatis suae”: Timón necesitaba tener alguien al lado para “vomitar el veneno de su amargura”.

Imagen de un virus al microscopio. / Hans Wolfgang
Imagen de un virus al microscopio. / Hans Wolfgang. Wikipedia

Fue a finales del siglo XIX, cuando los científicos pusieron ese nombre a un agente infeccioso que seguía actuando aunque se aislase a otros patógenos como las bacterias, y que podía infectar plantas, animales o humanos. Pasteur lo sospechó sin poder verlo, cuando trató los efectos del contagio de la rabia de los perros a los humanos. En 1898, el biólogo holandés Martinus Beijerinck empleó unos filtros de porcelana con poros diminutos para hacer pasar por ellos unos extractos de hojas de tabaco que estaban infectados con bacterias. Comprobó que las bacterias quedaban en el filtro, pero la materia resultante seguía siendo infecciosa. Eso solo podía significar una cosa: había un agente infeccioso más pequeño que las bacterias que traspasaba los filtros. Con razón no podían verlo al microscopio. Beijerinck acudió al latín para poner nombre al enemigo: virus. Veneno.

Hasta los años 30 del siglo pasado, los científicos sabían que existían estos virus y hasta los fertilizaban en huevos de gallinas. No sería hasta que los científicos alemanes Ernst Ruska y Max Knoll desarrollaron los microscopios electrónicos en 1931 cuando salieron a la vista estas cosas más pequeñas que las bacterias, pero tan letales como algunas de ellas. Algunos eran como pulpos, y otros esféricos y con una especie de corona, los coronavirus.

Desde entonces, se han clasificado unos 5.000 tipos de virus, aunque hay millones. Aparte de la viruela y la rabia, los virus están detrás de enfermedades como la poliomielitis, la hepatitis, la varicela, el ébola, los herpes y por supuesto, las gripes de toda clase. Algunas batallas se han ganado como las vacunas que han erradicado la viruela o la poliomelitis entre los años 50 y 60 del siglo veinte. Otras están en marcha…

No sabemos si los virus son seres vivos. "Hay algunas características de los virus que los ponen en el límite [de estar vivos]: tienen material genético: ADN o ARN. No son lo mismo que una roca, pero claramente no son lo mismo que incluso las bacterias, en el sentido de que ellas poseen acción autosustentable y autogenerada", afirmaba a 'Live Science' Amesh Adalja, un médico especialista en enfermedades infecciosas del Centro Johns Hopkins para la Seguridad de la Salud.

Tampoco se conoce su origen porque no han dejado rastro fósil en la historia. Hay varias hipótesis sobre su nacimiento: a) que eran células que parasitaban otras células hasta que perdieron la capacidad celular; b) que unos trozos genéticos escaparon de un organismo celular; y c) que proceden de moléculas de proteínas que evolucionaron en paralelo con las células y por eso las parasitan desde hace millones de años.

Lo que sabemos es que no se comportan como células. Las células se dividen y se reproducen, pero los virus solo pueden multiplicarse entrando en una célula, y usándola para reproducirse.

Para saber cómo atacan los virus el mejor ejemplo es usar una película de ciencia ficción del género “monstruos del espacio”. En la película 'La amenaza de Andrómeda', un modo de vida microscópica es traído a la tierra por un satélite recuperado. Los científicos descubren demasiado tarde que su velocidad de mutación, reproducción e infección es superior a todo lo conocido. Y no saben cómo pararlo mientras deja un reguero de muertos.

Más o menos así actúan los virus más letales.

Antes de que los virus penetren en las células permanecen en un estado que algunos especialistas denominan “viriones”. Cuando estos viriones entran en contacto con la célula, destruyen la muralla de entrada de la célula. Lo hacen inyectando su código genético, o bien penetrando completamente en la célula. Una vez que están dentro, toman el control de la célula y la obligan a reproducir más virus. Algunos especialistas dicen entonces que este es el estado verdadero del virus.

Los virus de la gripe pueden pasar de los animales a los seres humanos con enorme facilidad, y por eso unos se llaman peste porcina o gripe aviar (técnicamente transmisión zoonótica, por zoon: “animal” en griego). “Los coronavirus (CoV) son una amplia familia de virus que pueden causar diversas afecciones, desde el resfriado común hasta enfermedades más graves, como ocurre con el coronavirus causante del síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV) y el que ocasiona el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS-CoV)”, dice la OMS.

La última gran gripe supuestamente saltó de un animal a un hombre y se llevó al 5% de la humanidad hace cien años. Fue producida por el virus H1N1. Empezó atacando a los jóvenes soldados al final de la Primera Guerra Mundial y mató a entre 1918 y 1920 entre 50 y 100 millones de personas. “Murieron más personas por este virulento virus de la gripe que por las balas”, afirma el divulgador científico José Antonio López en su libro 'Ni vivos ni muertos'. Aquel virus infectó a más de 500 millones de personas. La muerte era bastante horrible porque el cuerpo humano contraatacaba a los virus con anticuerpos, y la batalla resultaba en tal cantidad de pus, que inundaba los pulmones y dejaba sin aire a los enfermos tras un prolongado periodo de postración.

Al coronavirus no se sabe qué animal adjudicarle, si un murciélago o un pangolín (parecido a un armadillo), ambos en China, país propenso a devorar bichos salvajes. Por eso se le podría llamar gripe pangolín o gripe murciélago.

El problema es que es un virus desconocido, y al igual que 'La amenaza de Andrómeda', los científicos tienen que analizarlo y neutralizarlo antes de que cause estragos siderales. Una vez que el virus se aloja en humanos la transmisión es rápida y simple. Por fluidos, saliva, toses, o simplemente por tocarse, o tocar una superficie impregnada por un humano. Una tos puede lanzar al aire un millón de partículas infecciosas. Parece increíble pero los virus se extinguen solitos en cuestión de horas o de días si no encuentran seres vivos que infectar. Pero si hay otros seres vivos pululando por ahí, entonces el simple roce de una mano a una superficie contaminada recientemente con un virus puede infectar a un ser humano al llevarse luego la mano a la boca o a la cara.

Hace miles de años, cuando los virus saltaban de los animales a hombres, diezmaban a poblaciones limitadas porque no había conciertos de rock, manifestaciones del 8-M, ni discotecas. Sus efectos quedaban reducidos a unos miles seres humanos.

Pero desde que vivimos en aglomeraciones con gran densidad de población, los factores multiplicadores de virus se incrementan, como está sucediendo ahora a escala mundial. Y también de ahí la importancia de detener la multiplicación aislando pacientes, zonas y países de forma radical, y hasta brutal.

Por fortuna, gracias a esas vacunas inventadas por Jenner se ha podido inmunizar a los seres humanos de las gripes estacionales. También los laboratorios han creado otra forma de combatir a los virus, que es engañándoles con medicamentos antivirales. Puesto que los virus tienen una especie de programa informático (su código genético), el antiviral, al entrar en contacto con el virus, desactiva su poder ponzoñoso.

Desarrollar una vacuna parece ser lo mejor para prevenir los virus de las gripes. Algunos virus son viejos conocidos, y su reaparición en los inviernos se combate con las vacunas también conocidas. La Organización Mundial de la Salud identifica cada año las cepas que están vivas, para que los países preparen sus sistemas sanitarios con campañas de vacunación. Pero cuando aparece un nuevo virus como el coronavirus de finales del 2019 (el Covid-19), la comunidad científica se queda boquiabierta. ¿Qué velocidad de transmisión tiene? ¿Cuál es su letalidad? ¿Cuánto tarda en incubarse? Y sobre todo, ¿cuánto tardaremos nosotros en crear la vacuna?

Mientras llegan las respuestas, los coronavirus avanzan. Y ahí es donde aparece la maldita curva.

Fernando Simón es director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad.
Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias.

Los epidemiólogos analizan la expansión de los virus elaborando curvas de personas infectadas y fallecidas a lo largo de un largo periodo. Por ejemplo, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de EEUU refleja en sus curvas que las gripes estacionales suelen comenzar a dar señales en la semana 42 de cada año, alcanzan su punto más alto en febrero del siguiente año, y acaban su historia en la semana 16 más o menos, a finales de abril, cuando queda con algunos casos latentes. Es decir, la curva de la gripe habitual de invierno es como una montaña no muy pronunciada.

Pero la curva del coronavirus parece una montaña rusa, como el Kinda Ka, en EEUU, una atracción de Kansas que tiene más de 140 metros de altura en su curva más pronunciada y produce vértigo. El problema es que, al ser otra gripe, el nuevo coronavirus coincide con la gripe habitual, y los médicos tienen que detectar de cuál se trata.

Pero hay otras dos cosas peores: el nivel de transmisión de la gripe habitual es que una persona infectada contagia a otra. El nuevo coronavirus o Covid-19 es el doble o más. Incluso hay casos de “supercontagiadores” que infectan a 16 personas. Pero estamos hablando de la primera etapa. Pasadas unas semanas, la diferencia es espantosa. Un cálculo realizado por Kiko Llaneras y Nuño Domínguez para 'El País' decía lo siguiente. “Si partimos de 20 enfermos de cada enfermedad [gripe común y nuevo coronavirus] y asumimos un ciclo de contagios de siete días, pasadas 12 semanas habría 466 infectados de gripe común y más de 30.000 de Covid-19”.

Encima, la gripe común desarrolla los típicos síntomas entre uno y cuatro días después de contraída. Pero el coronavirus puede tardar a 14 días. Lo más gravoso es que personas contagiadas pueden no presentar síntomas, pero estar contagiando a otras personas. Y su letalidad es 20 veces mayor que la gripe común. La común mata a 1 de cada mil personas, y el coronavirus a 20 o más. Por eso se ha convertido en una pandemia.

Es como una gripe invisible, letal y mundial.

Irán coronavirus. / EP
La lucha contra el coronavirus. / EP

Desarrollar una vacuna contra el nuevo coronavirus puede tardar meses. Lo cual hace el mal aún peor pues es como dejar al virus campar a sus anchas durante el periodo de contagio.

La clave, como dicen los expertos, es aplastar la curva. Es decir, poner medidas para que el nivel de contagiados no supere la capacidad de los sistemas de salud. En caso de no lograrse, las víctimas aumentan exponencialmente, y si es así, los hospitales no tienen medios para combatirlo.

Como hay que hacer pruebas para distinguir si es una gripe normal o el coronavirus, los hospitales empiezan a colapsarse a medida que sube la curva de contagiados. La psicosis empuja a muchas personas a acudir a los centros sanitarios, a pesar de que la mayoría (entre 0 y 60 años) podrían pasar el coronavirus en su casa como cualquier gripe. El problema se incrementa al saberse que los hospitales no solo deben atender a los enfermos de gripe sino a los enfermos de cáncer, a los que padecen reuma, a los que tienen problemas respiratorios, cardiológicos… en fin a todos, los enfermos.

Los hospitales están preparados para los flujos normales de enfermos, pero no para flujos repentinos y masivos de infectados como el nuevo coronavirus. Es decir, al problema de detección se añade el de gestión. O dicho de otra forma: si en esta temporada solo se acercaran a los hospitales los enfermos de coronavirus, se les podría atender con el sistema sanitario, con sus miles de camas, con sus médicos, con equipos y con auxiliares. Pero se acercan pacientes de todo tipo, desde un niño que sufre una descomposición intestinal, hasta un anciano grave con gripe habitual y otro con coronavirus. ¿A quién das preferencia?

A eso se une el hecho de que muchos médicos y personal de los hospitales se han contagiado por este expansivo virus, o están de baja o en cuarentena, con lo cual este servicio público pierde capacidad de reacción.

Eso explica todas las medidas para evitar que se saturen los hospitales, y que solo lleguen los casos más graves. Aislamientos de zonas, prohibición de la circulación de personas y medios de transporte, cuarentenas en casa, servicio a domicilio. Si no se hace así significaría más gente entrando en los hospitales y colapsándolos.

La buena noticia es que se salvan un 97% de las personas infectadas. Muchas de ellas se salvan porque sus organismos tienen unos sistemas de contraataque eficientes. Cuando detectan la entrada de un patógeno, las células emiten interferones, que son como las sirenas que suenan en las guerras cuando se acerca un bombardeo enemigo. Los interferones activan un tipo de células llamadas Natural Killer (Asesinas Naturales o NK) y otro tipo de células defensivas, que salen de la médula ósea, de la sangre o de los tejidos linfáticos, y se lanzan contra los enemigos de forma feroz. Entre sus objetivos está incluso matar las células humanas infectadas.

Con lo cual volvemos al principio de esta historia. Cuando el doctor Edward Jenner tomó pus de la mano de una granjera, estaba recogiendo los cuerpos de virus muertos o debilitados por los 'Natural Killer' de la mujer. Al inyectar el pus al pequeño Phipps, activó los interferones del niño de ocho años, que dieron la orden de lanzar toda la artillería de anticuerpos en picado contra los virus debilitados. Y luego, cuando Jenner le inyectó virus frescos de viruela, la memoria biológica del pequeño ya conocía al enemigo. Era como cuando un equipo de fútbol conoce ya la técnica del otro, y lo ataca por su lado más débil. Resultado: victoria por goleada.

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