Las lecciones de la historia

El miedo biológico y el sensacionalismo son la mejor vacuna contra una pandemia

Vietnam Coronavirus
Vietnam Coronavirus
EFE

Parece que un campo militar cerca de Étaples en Francia fue el origen del mortífero virus H1N1 que pasó de los animales a los soldados en la Primera Guerra Mundial, y de ahí al resto de la humanidad. Mató a 50 millones de personas entre 1918 y 1920, aunque algunos estudios indican que fueron 100 millones.

Fue una de las peores pandemias que se recuerdan en la historia y lo más sobrecogedor es que eso sucedió hace solo 100 años, una era en la que ya se habían desarrollado vacunas, antivirales y medicinas. La llamaron "gripe española", pero de española no tenía nada. Hasta podría haberse llamado la gripe de Kansas, pues algunos estudios localizan en ese estado norteamericano el origen de la terrible plaga. Mató entre seis y doce veces más que la misma Primera Guerra Mundial

Las gripes han dejado en la memoria del mundo un miedo biológico a las pandemias, sobre todo porque, como otras enfermedades, los humanos no saben cómo combatirlas. Si aquella gripe mató a tanta gente cuando todavía no se hablaba de globalización ni los medios de transporte tan masivos y rápidos como en el presente, ¿qué no provocaría ahora una epidemia de ese tamaño?

En el caso de los virus, que no son seres vivos como las bacterias sino programas maliciosos celulares, se trata de encontrar la solución a toda prisa pues aparecen nuevas cepas con una ferocidad desmedida, y se extienden con una prisa inalcanzable. Los virus producen cada año gripes normales que matan a la gente normalmente y se combaten con antivirales normales. Se llevan entre 300.000 y 600.000 personas cada año en todo el mundo, según el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de EEUU, y se incuban en dos días. Cuando los médicos dicen normal es porque por cada mil personas infectadas, solo van al cielo unas dos o tres. Es decir, como mucho un 0,2%.

Todo lo que sea pasar del 1% de mortandad ya es serio. Una gripe con una tasa del 2% es muy grave y del 5%, es asunto peligroso. Si los televidentes o lectores de los medios, sacan las cuentas de lo que está pasando en China, la conclusión es que la tasa de mortandad del nuevo corona-virus es de un 2%, décima arriba, décima abajo. Es una cifra preocupante. Pero ha habido virus mucho peores, como el SARS, que sobrepasó el 5% hace unos años. Entonces, ¿por qué la alarma?

Primero, porque al ser nuevo, no se sabe su poder destructivo. ¿Será tan mortal como la gripe española? Segundo, por su velocidad de contagio. Una cosa es pillar un virus y transmitirlo a tu pareja, y otro es transmitirlo a todos los que fueron a tu fiesta de cumpleaños. Es una analogía algo exagerada pero da una idea del asunto.

Una gripe normal tarda dos días en incubarse pero el coronavirus tarda algunos más de modo que la persona contaminada va por el mundo extendiéndola en abrazos, besos y estornudos. Pero hay más: China dice que hay, a estas alturas del día de los enamorados de febrero de 2020, unas 60.000 personas contagiadas. Si han muerto unas 1.400 es que las tasas son las que son: un 2,2%. Hasta ahí todo controlado.

Lo que hace sospechar a las autoridades sanitarias mundiales es que esto se produjo en China, país conocido por su opaco sistema de información y su censura. Hay quien dice que lo que digan los chinos hay que multiplicarlo por diez de modo que habría más de medio millón de infectados y unos 10.000 muertos. Y no deben estar muy descaminados a juzgar por las tajantes medidas de los chinos para fumigar a un país de 1.400 millones de habitantes. De hecho, solo por cambiar el método de diagnóstico en China, en un día se contaron 14.000 casos más.

Hay voces que se inquietan con el catastrofismo causado por los periodistas, los cuales con tal de llamar la atención, son capaces de acostarse con el coronavirus y hacer guarradas. Quien sabe si, dentro de unos meses, cuando esta paranoia haya pasado, veamos que todo no fue sino un "apocalipsis zombie" creado por el pavor y la comunicación.

Y aquí es donde merece la pena meditar sobre el ingenioso sistema de compuertas que las pandemias ponen en marcha. La alerta mundial contra enfermedades infecciosas –gripe aviar, SARS, gripe porcina, o coronavirus– se pone en funcionamiento de forma automática cuando las autoridades de la Organización Mundial de la Salud alertan a los terrícolas del gripazo mortal, y la prensa asusta al mundo con sus informaciones. El terror obliga a cerrar aeropuertos, bloquear cruceros, fumigar ciudades, cancelar congresos y hasta poner cadenas a las puertas de las casas de los posibles infectados. Es lo mismo que se hacía en Londres en 1665, donde gracias a los edictos del señor alcalde, llamado entonces Lord Mayor, hasta se instalaban alguaciles en las entradas de los domicilios sospechosos de tener peste negra, y se les marcaban las paredes con una gran equis de color rojo. De ahí no salían los enfermos, y tampoco la enfermedad.

Quizá parezca exagerado, porque lo es: pero ese catastrofismo antiviral es lo que cierra las compuertas de un planeta llamado Tierra, que gracias a la globalización, viajes del Imserso, y billetes baratos, haría de la pandemia un problema imparable y universal, pero ahora, cuando se detecta una pandemia, se la aísla de forma contundente y a veces costosa, como se ha demostrado con la injusta suspensión del añorado Mobile World Congress de Barcelona.

El miedo cierra el paso a los virus alocados, pero también causa unas pérdidas cuantiosas e inmensurables. Las fábricas españolas de coches están medio paralizadas porque no les llegan los componentes desde China. Y lo mismo con miríadas de empresas desparramadas por todo el mundo que, debido a que los chinos fabrican tan barato, todas dependen del suero oriental para mantener en marcha sus cadenas de suministro o supply chain, como las llaman. Es lo que les ha pasado a Renault y Hyundai en Corea, y a Nissan en Japón, según decía una noticia de lainformacion.com.

Por fortuna, el mal está localizado y hasta se le ha puesto un nombre de galaxia remota: 2019-nCoV. Así conocemos a los virus, y reaccionamos con tal premura, que esos alienígenas (que no viven más de 15 días), morirán sí o sí. Les hemos hecho fotos, les hemos aislado, y ya veremos las víctimas si son miles o decenas de miles. También echaremos cuentas y sabremos cuántos millones de euros nos ha costado ese bichito tan pequeño que solo se le puede cazar con microscopios electrónicos.

De lo que puede estar segura la humanidad es que proporcionalmente nos costará menos de lo que nos costó aquel amargo día de la Primera Guerra Mundial, cuando un soldado tosió y empezó a contagiar a sus camaradas, y así hasta 50 millones de personas. Morían por una agonizante asfixia, culpa de la cantidad de flema que les obstruía los pulmones.

Lo que nos chocará un poco al final de este aquelarre es que cada año morirán más niños por diarreas de aguas fecales, o de hambre en el mundo, que personas por el coronavirus. Y de muchas innombrables enfermedades mueren cientos de miles de adultos y ancianos cada año, a los que nadie hace caso. Pero claro, eso ya no es noticia.

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