Sueños minados en Camboya

  • Camboya tiene aún entre 4 y 6 millones de minas terrestres sin desactivar, que provocan una media de 25 mutilaciones al mes. Muchos niños afectados son abandonados a su suerte al salir del hospital y un obispo español en el país es uno de los grandes impulsores de su cuidado.

Cuando tenía 14 años, Lay Sokhum pisó una mina terrestre mientras trabajaba en el sembrado de su padre cerca de Pailin, un modesto pueblo de la Camboya occidental. 'Después de la explosión vi humo', explica. 'Estaba en el suelo y no sabía lo que había ocurrido. Sólo cuando intenté moverme me di cuenta de que sangraba mucho', asegura.

Su dramática historia se repite con frecuencia desde hace dos décadas en un país desgarrado donde todavía hay entre cuatro y seis millones de estos artefactos sin desactivar.

A Lay, la cirugía le salvó milagrosamente la vida, pero no evitó la amputación de sus dos piernas. Tras la operación, el joven quedó tan conmocionado y deprimido que abandonó la escuela e intentó suicidarse; tras meses de rehabilitación y después de que le colocaran una prótesis, ahora puede caminar de un sitio a otro sin ayuda, e incluso ha vuelto al colegio en una bicicleta que le regalaron miembros de UNICEF.

Precisamente, Naciones Unidas fue de los pocos organismos de ayuda humanitaria que lograron entrar en Camboya en la década de los 80, cuando el país aún estaba cerrado a Occidente. La política del Gobierno estaba bajo el control de los vietnamitas, lo que a su vez provocó el embargo estadounidense.

Por si fuera poco, Vietnam invadió en 1984 todos los campos rebeldes que había en el Estado y obligó a los Jemeres Rojos y a sus aliados a refugiarse en Tailandia; éstos se convirtieron en una guerrilla que realizaba incursiones con el objetivo de 'minar' la moral de sus adversarios.

Los Jemeres optaron por bombardear las comandancias controladas por el Gobierno, colocando millones de minas terrestres en zonas rurales, que obligaron a miles de hombres, mujeres y niños a refugiarse en el interior de Laos. Los vietnamitas, por su parte, intentaron proteger sus bastiones detonando puentes, cercando los pasos fronterizos y creando el mayor campo de minas del mundo, conocido como K-5, que todavía hoy provoca al mes una media de 25 mutilaciones.

Buena parte de ellas se producen en la zona comprendida entre Battambang, Anlong Veng y Pailin, considerada como la más minada del planeta, donde hay más de 25.000 personas afectadas por esta lacra. Contra ella luchan desde hace 15 años organizaciones como Cambodian Mine Action Centre y Mines Advisory Group, quienes han eliminado en la última década más de 800.000 minas terrestres y 1,77 millones de municiones sin estallar.

Paradójicamente, la capital camboyana acogió a finales de 2011 la XI Reunión de los Estados Parte de la Convención sobre la Prohibición de Minas Antipersonales, que según el Gobierno de Phnom Penh servirá 'como una ventana para que el mundo sea testigo de la realidad y el impacto que las minas y otros artefactos explosivos de guerra ejercen sobre la población'.

En este sentido, el ministro adjunto al primer ministro de Camboya y vicepresidente de la Autoridad de Acción Contra las Minas y de Asistencia a las Víctimas -también conocida como la Convención de Ottawa-, Sokhon Prak, reconoce que si bien se han logrado progresos, 'las minas continúan siendo una tragedia que aún nos afecta y que nos continuará afectando en los años por venir'.

La Convención sobre la Prohibición de Minas Antipersonales fue adoptada en Oslo en 1997, firmada en Ottawa, Canadá, ese mismo año y entró en vigor en 1999. Hasta la fecha, 156 Estados son parte de la Convención, 152 de ellos ya no cuentan con arsenales de minas y más de 44 millones de esos artefactos han sido destruidos.

Además, 34 de 50 estados que alguna vez fabricaron minas antipersonales están sujetos ahora a la prohibición sobre la producción establecida por la Convención. Sin embargo, cuarenta países aún no han adoptado la Convención, como Estados Unidos, Rusia, Cuba, Israel o China.

Una ONG y un obispo españoles en Camboya atienden a los damnificados

La labor de las ONG y los organismos internacionales, en cualquier caso, sigue siendo insuficiente, porque se limita a la detección y desactivación de artefactos, pero rara vez atiende a los damnificados. Éstos, muchos de ellos niños, quedan abandonados a su suerte una vez salen del hospital, ya que sus familias no pueden permitirse el lujo de velar por un discapacitado sin horizonte ni futuro.

Para evitar esto llegó a Camboya en 1985 el jesuita español Enrique Figaredo, quien suma ya casi tres décadas trabajando por uno de los colectivos más olvidados y marginados, los refugiados víctimas de las minas. En torno a ellos impulsó la puesta en marcha de la organización no gubernamental SAUCE (Solidaridad, Ayuda y Unión, Crean Esperanza), que cuenta con numerosos proyectos de atención e inserción de personas discapacitadas que son hoy todo un referente a nivel mundial.

'Lo fundamental no son tanto los chavales que ya están en el centro, sino lo exterior, el equipo que va al campo, que visita los pueblos: construimos sillas de ruedas, escuelas, caminos, pozos, puentes, viviendas, iglesias2026 Y de ahí proceden muchos de los que están aquí', expone el sacerdote asturiano, quien estudió Económicas como querían los suyos y luego otras disciplinas más ligadas al desarrollo, su pasión y verdadera vocación.


Soluciones prácticas: sillas de ruedas

'Comencé con trabajos sociales, con inmigrantes, hasta que en 1985 me hice jesuita y pedí ir al Servicio Jesuita al Refugiado (SJR), donde me enviaron a los campos de camboyanos en Tailandia'. Se fue con la bendición directa de Pedro Arrupe, motor de la orden y fundador del propio SJR, a quien dedicó el centro en el que ahora trabaja en Battambang.

'Aterricé en una Camboya destruida, aislada y militarizada. Viví situaciones terribles', relata un Kike Figaredo que en 1988 se instalaba en Phnom Penh con el objetivo de llegar con sus iniciativas a todos los camboyanos. Su tesón y constancia le llevaron en 1990 a fundar Banteay Prieb, la primera escuela del país de formación de discapacitados y taller de fabricación de sillas de ruedas.

Una década después, monseñor Figaredo -o el padre Kike, como le conoce todo el mundo aquí- fue nombrado obispo de la Prefectura Apostólica de Battambang, desde donde sigue combatiendo con fervor contra la desesperanza y la rabia de cientos de sueños minados.

José Luis Cámara Pineda, Phnom Penh (Camboya)
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