Deporte y dopaje a través de los años, o el resultado a cualquier precio

Desde que el deporte de competición existe, los atletas cuentan con los fortificantes más variados, algunos poco apetitosos, otros directamente peligrosos, para conseguir medallas, sin preocuparse por su salud.

Para estimular su testosterona, los antiguos griegos comían testículos de cordero, mientras que el médico gladiador Claudius Galen recetaba pezuñas de burro abisinio hervidas, aromatizadas con pétalos de rosa.

"Además de consumir estricnina (...) los atletas de la antigüedad también utilizaron el hashish, la nuez de cola, estimulantes a base de cactus y setas, con un éxito variable", escribió en 2006 Yush Lee, un abogado californiano, en un artículo científico sobre la ley y el dopaje.

Desde finales del siglo XIX, el arsenal de dopaje de los deportistas incluye la cocaína y la heroína -que combinadas se conocen como "speedball"-, como demuestra la muerte de un ciclista durante una carrera en 1986 después de haber tomado esa mezcla.

En 1904, Thomas Hicks corrió el maratón olímpico tras haber ingerido un cóctel de coñac y estricnina, componente autorizado antaño como matarratas. Ganó la carrera, pero estuvo a punto de dejarse la vida.

En los años 30, un club de fútbol británico elogiaba las inyecciones de extracto de glándulas de mono.

"El dopaje seguramente ha existido siempre, no es algo nuevo", subraya Carsten Lundby, un experto en dopaje del Instituto de Fisiología de la Universidad de Zúrich.

Para numerosos atletas profesionales, explicó a la AFP, "el deseo de ganar" supera todos los riesgos para la salud o la vergüenza de figurar en el pelotón de los tramposos deshonrados, como el ciclista Lance Armstrong o el atleta Ben Johnson.

En un sondeo realizado en los años 1980 y 1990, la mitad de los atletas de élite se declaraban dispuestos a tomar una droga indetectable para ganar, incluso si fuera a matarles en cinco años.

La misma actitud, según Lundby, existe en cuanto a la droga favorita de los ciclistas, la eritropoyetina o EPO, que estimula la producción de glóbulos rojos que transporta el oxígeno.

Utilizados con fines de dopaje, el EPO y otros productos similares -muchos de los cuales no están registrados para un uso médico- pueden aumentar el riesgo de enfermedad cardíaca, de accidente cerebrovascular y de coágulos sanguíneos.

Y no parece que este problema esté a punto de desaparecer, como acaba de recordar el escándalo del dopaje de Estado ruso antes de los Juegos de Rio-2016.

Según el sociólogo del deporte Fabien Ohl, de la Universidad de Lausana, "es ilusorio pensar que vamos a deshacernos del dopaje", incluso si los expertos señalan que la carrera hacia los nuevos productos dopantes se halla en este momento en un punto muerto.

La mayoría de los productos utilizados hoy -EPO, transfusiones sanguíneas, hormonas de crecimiento y esteroides- existen desde hace décadas.

En cuanto al "dopaje genético", que podría constituir la próxima amenaza, todavía no se ha materializado, según los observadores.

Utilizados desde hace decenas de años para aumentar el nivel de oxígeno y el rendimiento físico, las transfusiones sanguíneas siguen siendo por su parte muy difícilmente detectables, recuerda Lundby.

Para muchos, la mejor esperanza para asegurar una igualdad de oportunidades en la cancha no reposa en nuevas técnicas científicas, sino en el pasaporte biológico del atleta introducido hace unos años para repertoriar los niveles de productos químicos en la sangre y la orina, y detectar las diferencias a lo largo de la carrera de un deportista.

Este sistema, que permite conservar los datos durante años, volvió el dopaje sanguíneo mucho más difícil pero no totalmente imposible. Porque los tramposos se adaptaron.

Pasaron a las "microdosis", es decir al consumo de cantidades mucho más pequeñas de una sustancia pero más a menudo.

"Se podría decir que la lucha antidopaje perdió esta manga", señala Fabien Ohl. Pero para él, "es mejor que los atletas tomen microdosis en lugar de fuertes dosis, más arriesgadas para ellos".

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