Los primeros siete días de cuarentena

Blues de la semana más triste: del pánico en el súper a cifras y economía de guerra

  • El número de muertos en España crece en más de mil personas desde la declaración del estado de alarma: así ha cambiado la vida.
Los militares de la UME, durante su despliegue en la estación de la Puerta del Sol
Los militares de la UME, durante su despliegue en la estación de la Puerta del Sol
Efe

Un mal día de un buen hombre. De eso va el blues. O eso dicen los que lo inventaron, que son los que malviven a las orillas del Delta del Mississippi, en el Estado del mismo nombre que siempre encabeza las peores ratios sociales y económicas de los EEUU. España, porque voy a hablar de donde vivo ahora, ha vivido la peor semana que se recuerda para la inmensa mayoría de la población. Los que aún pueden hablar de la Guerra Civil bastante tienen con ser la víctima preferida de este horror. Vamos a dejarlos en paz. No, mejor: vamos a cuidarlos en paz.

A las diez de la mañana del 14 de marzo, a la hora que el Consejo de Ministros se encerraba para decretar lo que luego fue el estado de alarma (solo nos separa de la excepción un tecnicismo), la cifra de españoles fallecidos como consecuencia del coronavirus ascendía a 121. A mediodía, el Ministerio de Sanidad actualizó la cifra a 193 (todas las cifras, según el resumen de Europa Press).

Hagamos un ‘spoiler’ a la crónica: ahora hay casi diez veces más víctimas mortales. En solo siete días han perdido la vida por la enfermedad más personas que a lo largo del año 2019 en accidentes de tráfico en todo el territorio nacional (que fueron 1.098, según la DGT).

Pero no vayamos demasiado lejos. Volvamos al domingo por la mañana, con el estado de alarma ya en vigor. A las ocho de la mañana, en una ciudad de provincias como la gaditana San Fernando (unos 100.000 habitantes) en la calle principal había un par de paseantes de perros y un solo local abierto: una churrería. Había un taxista y barrenderos; había una rumana que lleva 20 años viviendo en España esperando que abriera la Iglesia Mayor para su misa de nueve. Tenía esperanza de intervención divina porque la tarde anterior apenas fueron al templo cuatro personas. Y no había cuarentena aún.

Contaba el periodista Manuel Chaves Nogales en su ‘Agonía de Francia’ (en Libros del Asteroide) que ni siquiera una guerra detiene las grandes ciudades, que continúan con su vida pase lo que pase. Ay, las viejas guerras. Desde luego, eso podría ser verdad en Madrid, donde los andenes de Cercanías y Metro parecían un refugio contra bombardeos aéreos, a primeras horas del lunes. En los barrios, en las ciudades lejos de la capital, la acción estaba en la puerta de los supermercados, donde la Policía Nacional velaba para que se cumplieran las medidas adoptadas por la gran distribución.

En el interior de los establecimientos, poca gente, ya que los guardias velaban para que no hubiera más de cierto número. Como en las discotecas, antes de entrar hay que dejar salir; a diferencia de las discotecas, se quieren evitar aglomeraciones y el baile es el de la gente esquivándose las unas a las otras, los ojos espantados como única expresión en caras casi tapadas por las mascarillas.

El espanto, sin embargo, estaba en las estanterías vacías. El pánico desatado desde el jueves 12 en toda España (en Madrid estalló antes: el martes 10 de marzo) se había cobrado su peaje en forma de carne fresca, el maldito papel higiénico, las conservas, los congelados, la leche, el agua mineral… Sin tiempo a reponerse, el lunes los supermercados enseñaban a las generaciones nacidas a partir de 1950 lo que fue la posguerra, cuando el racionamiento mandaba en las alacenas.

El martes, mientras que Joan Didion desde ‘Su último deseo’ (Literatura Random House) daba aire de ficción a la cruda historia de los tejemanejes de EEUU en la Centroamérica de los años 80, la dura realidad estaba en la calle. No se ven a niños. Se oyen desde las ventanas, sus grititos entre los aplausos de cada noche. Pero no juegan en el parque, no dan patadas a balones para que se cuelen en árboles, no entienden nada de nada.

Eso sí es la guerra. La ausencia de los más pequeños en la vida normal. La guerra es algo de los adultos (aunque la lucha sea ir a comprar el pan o medicinas), que hacen los adultos, que los adultos son incapaces de explicar. A mediodía del martes, 17 de marzo, España roza los 500 muertos.

El Gobierno, a todo esto, sale al rescate de una economía que, a estas alturas del blues (cuando se alcanza el primer estribillo), ya está sentenciada. Si la primera víctima de una guerra es la verdad (como dijo hace un siglo, allá en 1917, un senador americano solo famoso por la frase y mucho antes de acuñarse las 'fake news')), la economía siempre ha prosperado al calor de la producción necesaria para sostener la artillería.

Cuando el enemigo es invisible se complica todo. Miércoles, jueves… los días son siempre el mismo. Acaso dicen que habló el rey o sonaron las cacerolas, a saber qué fue antes. Este jueves, sin embargo, fue el Día del Padre. Está bien eso de los días conmemorativos porque las redes nos van recordando que el calendario sigue pasando. Hoy es papá, luego la poesía. También, a estas alturas del blues, volvemos a calmar el tempo en una estrofa que cuenta que en los supermercados hay casi de todo una vez más. La histeria pasó, las compras impulsivas se frenaron: los camiones pudieron reabastecer con cierta normalidad.

En ‘Algo en lo que creer’, de Nickolas Butler (de nuevo, Libros del Asteroide), el protagonista quiere tener fe en algo. Le cuesta, porque el mundo no arroja demasiado sentido ni siquiera aunque vivas aislado en un campo de Wisconsin. Es viernes y en España se supera el millar de muertos por el coronavirus. La gente ya está cansada. Harta. Hastiada. Aburrida.

Si sales a la calle miras hacia arriba a los balcones, donde cada vecino se puede convertir en un vídeo viral mientras te insulta. Dan ganas de ir ondeando la bolsa reciclable en tus manos como uno de esos estandartes de Semana Santa que no saldrán este año a la calle. Me rindo, murmullas, la cabeza baja. Luego, miras de reojo con los pocos que te puedes cruzar porque sí, la enfermedad puede estar en sus ojos cansados (solo se ven ojos). O en los tuyos, inconsciente. También en los tuyos.

La gente está cansada. Hay bulos y consejos, vídeos motivadores y bromas. Suenan los mensajes en el móvil como en Nochebuena, con la gran diferencia de que los mensajes recuerdan una y otra vez que es la semana más triste. Es viernes, insisten los más animosos. Por fin es viernes. Guiñan virtualmente. Eso del teletrabajo, cuando tienes a los niños cargados de deberes como si fueran a hacer oposiciones de notario en lugar de estar en Primaria, es una milonga. Otra más.

La Policía pone 30.000 multas en la calle en un puñado de días. Pocas son. Claman en los mismos grupos que amanecen el sábado preguntándose quién les ha robado el fin de semana (lo siento, Sabina, serás profético: vamos camino de perder el mes de abril). A mediodía, otra vez el mediodía doblando sus campanas de información actualizada, España suma otros 324 muertos. 

Las cifras abruman. Ya no se entienden. Aunque sí, hay que entenderlo: hay amigos que luchan contra la enfermedad, parientes mayores de otros que han muerto y a los que no pueden llorar, amigos que se desesperan con sus niños y, sobre todo, con su miedo que no puede delatarles ante sus niños. Hay 324 muertos en España que ayer no había. Una guerra no entiende de amigos. Tienen nombre y apellidos aunque estén muriendo solos.

El presidente sale a hablar a la hora de máxima audiencia. Se esperan más medidas restrictivas, una prórroga del estado de alarma, la enésima reacción. Hace balance y asume el mensaje de que estamos en guerra y la producción, los medios y la respuesta se antojan similares a la respuesta dada en la Guerra Civil. Monjas y militares se han puesto a hacer mascarillas. Inditex, Mango... las grandes del textil donan más. A Ifema llegan los primeros enfermos porque no caben más en los hospitales madrileños. Los trasladan militares, esos que ojalá no entendiéramos ahora tan bien por qué los necesitamos siempre.

Domingo. Esta mañana he empezado otro libro (los tres anteriores fueron las lecturas durante esta misma semana). Es el primer libro que compré en Círculo de Lectores; el primer libro que compré en mi vida, con mi dinero, a los 12 años. ‘El imperio del sol’, de JG Ballard. Está amarillento y hay una pegatina de Phoskitos en la página 44, donde me quedé atascado dos veces hace 30 años. Ahora quiero saldar esa deuda. O cerrar un círculo. Lo malo es que en el primer párrafo habla de una guerra desatada en China y de ataúdes que bajan río abajo.

No quiero actualizar esta crónica con los datos del domingo. Porque no quiero que se olvide al millar de españoles que no pueden hablar ahora de su semana más triste. Aquellos que inventaron el blues cuentan en sus museos del Mississippi que el género surgió de forma espontánea para aliviar las penas de la esclavitud, de la recogida del algodón a 50 grados de sensación térmica (recuerden la humedad del río) durante un largo día y disfrutar algo de la fresca de la noche. Porque todo buen blues, por muy triste que suene y se cante, va también de la esperanza.

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