La historia de la lámpara y todo lo que ella dice de nosotros

  • La luz artificial parece hoy un hecho e incluso un derecho, pero un repaso de la historia de la lámpara, que hoy nos parece un objeto banal, muestra lo difícil de su evolución y su alto valor simbólico desde el punto de vista social y religioso.

Isabel Saco

Ginebra, 10 mar.- La luz artificial parece hoy un hecho e incluso un derecho, pero un repaso de la historia de la lámpara, que hoy nos parece un objeto banal, muestra lo difícil de su evolución y su alto valor simbólico desde el punto de vista social y religioso.

Bajo esa perspectiva, la lámpara, como pocos objetos, sirve para comprender mejor a las sociedades que nos han precedido, así como el origen de nuestros hábitos cotidianos.

Ese es el objetivo que se ha trazado una exposición sobre la iluminación artificial que, bajo el título "A la caída de la noche", presenta hasta finales de agosto el Museo de Arte e Historia de Ginebra y que es única por su clara ambición interdisciplinar.

Las exposiciones consagradas hasta ahora a la iluminación se han centrado en periodos, civilizaciones o técnicas bien determinadas.

Quinientas piezas de las más diversas luminarias -lámparas, linternas, candelabros y hasta lamparillas de media luz para niños de la época medieval- exhiben en esta presentación única su dimensión utilitaria, pero también estética y en algunos casos lúdica, coincidiendo con su uso cotidiano y profesional, espiritual o festivo.

La exposición destaca el valor místico del fuego, al que desde su descubrimiento se le considera el punto de unión entre el hombre y lo divino. Y muestra de ello es que las grandes religiones tienen sus luminarias.

El judaísmo se distingue por la menorá o candelabro de siete brazos; el cristianismo por sus lámparas votivas o, en su vertiente ortodoxa, los candelabros bizantinos; el islam por sus farolillos con filigranas; y budismo e hinduismo por la diversidad de sus representaciones sagradas adornadas de luminarias doradas.

En un mundo como el actual, en el que se da la paradoja de que más de 2.000 millones de personas no tienen acceso a la electricidad mientras en otras partes del mundo su abuso es fuente de contaminación, a lo largo de la historia la iluminación artificial ha sido una cuestión de precio, de lugar y de impuestos.

No era la lámpara en sí la que resultaba onerosa, sino el combustible o energía que requería lo que ha representado, proporcionalmente, el gasto más grande.

El valor sociológico, que más tarde también sería económico, de la iluminación artificial tiene que ver con la profunda preocupación del ser humano por prolongar sus actividades más allá de la caída del sol, sobre todo en las latitudes donde anochece pronto en invierno.

La exposición ginebrina se abre con las luminarias más arcaicas, como la antorcha o el tizón, y con las primeras lámparas que funcionaban con grasa animal, que aparecieron en la prehistoria, y que siguen siendo utilizadas por ciertas poblaciones que por entornos adversos o falta de medios económicos no tienen acceso a las formas modernas de iluminación.

La visita prosigue hasta topar con el mayor descubrimiento del hombre en materia de combustible natural: el aceite de oliva, de cualidades excepcionales y cuya consistencia conlleva a la creación de la forma definitiva de la lámpara, cuya exportación conquista rápidamente el Mediterráneo hasta el Mar Negro gracias a fenicios y griegos.

Tras un temporal repliegue en la época medieval hacia los combustibles y luminarias producidas localmente, la lámpara de aceite reaparece en el siglo XV al descubrirse las propiedades de iluminación del aceite de colza y de nabo.

La cera para la fabricación de las velas era un producto elitista y propio de la Iglesia, por su elevado precio y por el hecho de que sólo era producida en Europa, lo que la convirtió en bien de exportación a largas distancias para suministrar a los mercados del norte de África, Mesopotamia y Asia central.

Y no es sino después de siglos de inmovilismo tecnológico que empieza la sucesión casi desenfrenada de nuevas tecnologías, con luminarias de todas las formas y características que evolucionan con los nuevos combustibles (petróleo, gasolina y gas) y llevan la luz a calles, casas y transportes.

En la primera década del siglo XX la lámpara eléctrica gana la batalla final sobre las demás, pues hasta entonces lo único que se observaba eran sus desventajas: costosa, de almacenamiento imposible y poco fiable.

A partir del momento en que electricidad se impone para el alumbrado, y no solo para el telégrafo, la historia ya es más conocida.

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