Nada hunde a Navantia: de vender arados a la Cuba de Fidel a las corbetas de Arabia

  • Cuatro trabajadores de la Bazán de San Fernando repasan 70 años de una historia que arrancó en plena dictadura y resistió a los despidos masivos.
Foto histórica de Navantia
Foto histórica de Navantia
Museo El Dique

En los ojos de Rafael, grandes, oscuros y muy expresivos, cabe todo el orgullo de una empresa con 70 años de historia, miles y miles de millones de facturación acumulada, decenas de miles de familias que han vivido y prosperado gracias a sus nóminas (y pensiones) y un puñado de leyendas urbanas entre la mejor tradición de la picaresca española, la economía sumergida de subsistencia o la guillotina implacable de las deslocalizaciones capitalistas. La Bazán, creada en 1947 (pero muy anterior como Consejo Ordenador) y hoy transformada en Navantia, es mucho más que una paga a fin de mes vitalicia para miles y miles de gaditanos (y gallegos y murcianos) desde hace lustros. 

La Bazán es el orgullo de una firma que ha vencido todas las tempestades, desde los duros tiempos de la dictadura franquista cuando se vendían en secreto (y porque se supone que su negocio era solo militar) arados y azadas a otra dictadura contrapuesta como la Cuba de Fidel Castro hasta estos días en que se preparan los programas informáticos para poner en marcha la fabricación de cinco corbetas que partirán rumbo a Arabia Saudí. Entre un momento y otro, la empresa ha pasado de contar con unos 15.000 trabajadores repartidos en sus tres sedes (San Fernando, Ferrol y Cartagena) a superar por poco los 5.000… y eso, después de haber absorbido a Astilleros por el camino, otro conglomerado público de 26.000 trabajadores a principios de los 80 que, para el día de su fusión con su primo militar en el cambio de siglos, aportó algo menos de 6.000 al global.

Ahora, Navantia supone el 21,3% de la cifra de negocio total de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales, con un volumen de 866 millones según las cuentas de 2017, y algo menos de la mitad de lo que aporta el verdadero gigante del conjunto de empresas públicas, Correos, con partidas anuales destinadas a enjugar sus pérdidas recurrentes. En el año 1988, cuando Bazán todavía reinaba en la industria militar española, manejaba una cartera de pedidos de unos 400 millones de euros (al cambio de entonces) y tenía beneficios de seis millones.

También ese mismo año gastaría unos siete millones, más que las ganancias, en procesos de despidos masivos, ya que una auditoría cifraba en 10.500 la cifra ideal para una plantilla de 14.300. Fue el principio del fin para muchos de los que llevaban decenios fichando. Aunque nadie les engañaba a esas alturas: el declive lo sintieron en los diques y bajo los techos de uralita de los talleres desde el momento en que España firmó su adhesión a las dos grandes organizaciones multilaterales del momento: la OTAN y la UE.

Protesta de Navantia
Los trabajadores de San Fernando, en la última protesta por las dudas con las corbatas de Arabia Saudí. / Efe

Volvamos al orden cronológico, sin embargo. Y a Rafael, Luis, José Antonio y Nono, cuatro trabajadores de la Bazán en Cádiz desde finales de los 50 a finales de milenio. En el cruce de las décadas de 1960 y 1970, uno de cada cinco habitantes en activo de San Fernando tenía un trabajo en la Bazán, según los datos cruzados del Instituto Nacional de Estadística y de la Junta de Andalucía. Eran tiempos en los que niños como Rafael, con tan solo 12 años de edad, se trasladaban a unos pocos kilómetros de distancia, hacia lo que a ellos les parecía otro mundo.

Pero solo era la orilla contraria de la Bahía interior de Cádiz, donde en la Escuela de Formación Profesional Virgen del Carmen de Puerto Real les enseñaban a sumar, restar, dividir o los rudimentos de la física o la química necesarios para convertirse, tres años después, en operarios. A los 17, entraban como aprendices en la Factoría de Artillería o en la de Barcos y, con suerte, en torno a los 20 cobraban su primer sueldo: 24 pesetas al día. Solo cuatro años después llegaban a lo máximo que les permitía la escala salarial -oficial de primera- por ser simples operarios.

José Antonio y Nono hicieron un recorrido similar aunque algo más exigente en lecciones y duración. Ambos estudiaron para técnicos y terminaron como delineantes. Nono, de hecho, alcanzaría todos los puestos posibles de jefatura (excepto los reservados al dedazo político) con el paso de las décadas. Ellos no se encontraban con tantas cortapisas. Al contrario, disfrutaban otras condiciones que, en algunos aspectos, hasta recuerdan esas que vemos en las películas americanas entre negros y blancos de los años 50. “Cuando mi madre quería visitarme a Puerto Real en el autobús de la empresa, primero iban llamando a los padres de los empleados por su nombre y con el don delante. A nosotros nos distinguían por números”, señala Rafael.

“Yo nunca entendí esas distinciones, que mi hermano no se pudiera sentar en el autobús si entraba un empleado o que tuvieran otros comedores. Y mucho menos que no pudiera ganar más con el paso de los años porque se dejaban la vida todos los días en su puesto”, se queja José Antonio, hasta ese momento ocultos los ojos tras unas gafas de sol enormes.

Protesta de Navantia
Trabajadores de Navantia, en una de las últimas grandes manifestaciones en el centro de San Fernando. / Efe

Su hermano es Luis, operario como Rafael, aunque en la parte de la Bazán que fabricaba proyectiles y armas (también los aperos cubanos o lo que hiciera falta con tal de no parar en la producción) y hoy medio sonríe ante esas diferencias de clase. Habla ilusionado y también orgulloso, apacible y con esa bondad de los viejos y buenos profesores de Filosofía, pero no deja de insistir en cuántos de sus compañeros empezaron en la escuela básica y han terminado haciendo carreras como ingenieros, médicos, abogados. “Nosotros sabíamos convertir caballos de vapor a kilowatios de manera más natural que cualquier recién aterrizado de la universidad”, rememora. 

Todavía en una mañana de Levante fuerte en Cádiz (este verano que no se termina de ir en España se traduce en viento fuerte en el Estrecho), casi medio siglo después, Luis es quien más se extiende en detalles técnicos de su trabajo. Al menos, lo hace hasta que Rafael logra imponerse. “Todavía no hemos construido ningún barco”, dice cada pocos minutos cuando pasa ya una hora de recuerdos de sus otros tres compañeros de la Bazán sin que se toque la principal actividad de la empresa. Los demás se lo permiten y él repasa uno a uno todos los oficios perdidos en lo que él mismo define como “la fragua de Vulcano de Velázquez”: trazador mecánico, tornero, fresista, rectificador, mandrinador, ajustadores de plantilla y matriceros, barrenadores… y metiendo prisas a unos y a otros, ‘el milqui’, un compañero que siempre forzaba las máquinas a 1.500 revoluciones para terminar antes; o el locutor, otro que se había quedado sin voz “y que se dedicaba a captarnos para los suyos detrás de las máquinas”.

Los ‘suyos’ son gente como el Abellán (nombre ficticio). Habla Luis: “Nunca entendí cómo una persona tan culta estaba ahí abajo, con nosotros hasta que un día vinieron a vernos unos altos mandos militares y se pararon a su lado y empezaron a darse abrazos. Resulta que el Abellán, tan callado y tan sabio, había sido un coronel con los republicanos y había terminado donde le dejaron. Como él, otros muchos altos cargos del anterior Gobierno”.

Todos ellos, junto a Luis, Rafael, José Antonio y Nono, vivirían el declive obligado de los años ochenta. “Justo era cuando mejor estábamos”, recuerda Nono, quien no duda en destacar el punto álgido de Bazán justo antes de que empezase la cuesta abajo inevitable. Se empezó a hablar de que sobraba gente, de que la empresa no podía soportar tanta plantilla. Lo primero, fue proponer las prejubilaciones a los 62 años; luego, a los 58. “El Manolo (nombre ficticio) ya tenía hechos todos los cálculos para aceptar la prejubilación cuando de pronto se sacaron de la manga las paguitas por sordos. Hizo las cuentas de nuevo y se dio de baja por sordo”, narra Luis.

Navantia
Una de las embarcaciones que se construyeron en Cádiz para Venezuela. / Efe

“Yo, que soy el más sordo de todos, al final cumplí mis años hasta que me echaron en el 92”, se queja José Antonio (y es cierto, lleva un aparatoso sistema de audición y es el único que se encorva para escuchar al resto). “Aquello fue muy triste, nos tenían que echar y punto”, zanja Rafael, quien a partir de ese momento haría de todo, desde encuadernador de libros a operador de cine (había media docena de salas/teatros en San Fernando).

Estos son los datos: en los poco más de diez años entre mediados de los ochenta, cuando la reindustrialización se extendió por toda España, hasta casi finales del siglo XX, se producirían cuatro grandes procesos de jubilaciones anticipadas, prejubilaciones o bajas por incapacidad, a razón de unos 2.000 afectados en cada una de ellas.

Esta es la realidad del día a día: “Nos enviaban a un médico que nos metía en una sala y nos decía que levantásemos la mano cuando oyéramos algo… si querías la baja, claro, tardabas en levantarla”. “Otro, que ahora es abogado y tiene su despacho y todo, entró a trabajar, estuvo solo cuatro años a mi lado, se pidió la baja y cobrará su buena paga hasta que se muera”. “Y luego estaba Lucía (nombre ficticio), que era secretaria y que lo más ruidoso que oía en su trabajo era cuando se le caía el bolígrafo al suelo… y ni eso, porque había moqueta”.

Esta es la conclusión: Las pensiones por incapacidad permanente salían a cuenta. Todas, ya fuera por edad o por enfermedad, eran vitalicias, pero las segundas sufrían menos reducciones en su cuantía con el paso del tiempo. Pese al sarcasmo tan propio de esta tierra (solo se ponen realmente serios cuando se muerden la lengua para no hablar de los sindicatos), todos coinciden en que aquello fue una barbaridad y una forma de mantener la paz social a golpe de talonario. Luis sentencia: “Hoy esta ciudad ha muerto. No hay absolutamente nada. Y menos mal que estamos nosotros con nuestras pagas, ayudando a nuestros hijos y nietos. Yo me llevé once años seguidos trabajando turnos de doce horas y doblaba turnos para llevar dinero a casa. Yo tengo una hija, que ha estudiado Química, que sabe inglés y francés, que se ha sacado una especialidad de enóloga... y trabaja en una inmobiliaria. Cuando nos muramos todos no sé qué pasará con la Bahía”.

Aun así, Navantia, la vieja Bazán, resiste. “Algo tendrá, cuando no han conseguido hundirla”, proclama Nono, el que llegó a ser jefe y el más joven de todos, el que dejó la empresa hace menos tiempo (unos diez años atrás), quien mantiene en los modales ese ademán receloso que siempre da ejercer algún mando. Recuerda cuando en 1996, nada más llegar el Partido Popular al Gobierno, la intención de José María Aznar era cerrar los astilleros, civiles y militares. Y entonces se contestó con una nueva generación de embarcaciones militares que salvaron las cuentas de resultados. “Le hicimos el barco hasta al Rey Juan Carlos”.

“Hace décadas, cuando no había producción nos mandaban con el 75% del sueldo a casa y los que iban a la factoría se dedicaban a pintar de blanco las bases de los eucaliptos” (para que no se suban las hormigas), continúa el delineante. Ese modelo, por supuesto, era insostenible. Aunque se ha hecho de todo con tal de avanzar: embarcaciones para Venezuela o Marruecos, a México o Mauritania. Cajas de cambio para la Renault francesa o siguiendo los planos que daban los americanos y luego se los llevaban para hacer sus balas. Ya fuera gastando en un tornillo cien veces su valor de compra (con tal de mantener la producción en los peores momentos) o con alcantarillas "que todavía andan por ahí". “Donde antes yo entraba con un compás y un cartabón, ahora hay ordenadores que hacen todo en virtual. Ese es el verdadero mérito de la Bazán, haber evolucionado con los años y haber contestado siempre con lo mejor que podía dar”, concluye Nono. Porque su orgullo, como el de Rafael, José Antonio o Luis, no se extingue. Resiste. Como la Bazán. 

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