Erdogan, "el sultán"

  • Si hubiera un cargo superior a presidente en la República de Turquía, Recep Tayyip Erdogan ya sería candidato a ocuparlo.

Ilya U. Topper

Estambul, 6 ago.- Si hubiera un cargo superior a presidente en la República de Turquía, Recep Tayyip Erdogan ya sería candidato a ocuparlo.

Le llaman "el sultán", cosa que no parece disgustarle cuando viene de sus seguidores, aunque también muchos de sus críticos usan este apelativo para calificar sus sueños como megalómanos.

Porque todo indica que Recep Tayyip Erdogan (Estambul, 1954), primer ministro desde 2003, tiene la firme intención de acumular todo el poder posible, quizás más que el que haya tenido ningún dirigente de Turquía desde la muerte del fundador de la República, Kemal Atatürk, aunque prefiere hacer referencias a la grandeza de los sultanes otomanos.

Nacido en el seno de una familia modesta y religiosa, oriunda de Rize, en la costa del Mar Negro, donde pasó parte de su infancia, el joven Tayyip -bajo este nombre le conocen simpatizantes y detractores- ganaba algo de dinero como vendedor callejero en Estambul antes de ingresar en un colegio superior islamista.

Mientras estudiaba la carrera de Administración y Economía, Erdogan jugaba al fútbol como semiprofesional y empezó a participar en la política en grupos anticomunistas.

Con 22 años ya tuvo cargos locales en el Partido de Salvación Nacional, del carismático islamista turco Necmettin Erbakan, durante las siguientes décadas su mentor y jefe de partido en una formación reiteradamente prohibida y refundada con nuevos nombres.

Elegido alcalde de Estambul con 40 años, Erdogan se labró una fama de gestor serio y eficaz: en lugar de imponer leyes islamistas acordes con la ideología de su partido, se dedicó a modernizar canalización, recogida de basura, infraestructuras y transporte público en una megalópolis -hoy supera los 13 millones de habitantes- que sufría atascos crónicos.

Hasta hoy, en sus mítines de la campaña presidencial, Erdogan reitera estos éxitos municipales para pedir el voto.

En 1999, el político tuvo que cumplir 4 meses de cárcel por haber recitado un poema en el que comparaba los minaretes de las mezquitas con bayonetas y las cúpulas con yelmos, tras la frase ominosa: "La democracia es sólo un tren al que subimos hasta que llegamos a nuestro destino".

Esa frase fue un ataque contra los fundamentos laicos de Turquía, según el tribunal.

Pero la sentencia, junto con la prohibición de ejercer cargos públicos, no puso fin a la carrera de Erdogan sino que la relanzó: dos años más tarde se separó de Erbakan, aglutinó el ala islamista reformadora, fundó el Partido Justicia y Desarrollo (AKP) y ganó las elecciones de 2002.

Durante el primer lustro en el poder, incluso numerosos intelectuales laicos alababan la apertura de este político al que consideraban meramente un "conservador" capaz de reducir el poder del hasta entonces omnipotente Ejército.

Pero en los últimos años, sus política han incidido cada vez más en detalles de "moral pública": permitió a las mujeres llevar el pañuelo islamista en cargos públicos, anunció cruzadas contra el consumo -legal- de alcohol, comparó el aborto -legal también- a una "masacre", pidió que cada mujer tuviera un mínimo de tres hijos e incluso anunció que prohibiría que jóvenes de ambos sexos compartieran piso.

Una reacción a su estilo cada vez más autoritario y conservador fueron las multitudinarias protestas del parque Gezi de Estambul en el verano de 2013, encabezadas por jóvenes que Erdogan tildó de "izquierdistas, ateos y terroristas".

Sus diatribas polarizadoras, que establecen un "nosotros" islámico y patriota contra un "ellos, traidores", le dieron rédito: su partido -cada vez más se confunden las siglas AKP y las iniciales de Recep Tayyip Erdogan- ganó con un holgado 43 por ciento las elecciones locales de marzo pasado.

Pero ahora, cada vez más voces del sector laico advierten de que para Erdogan, tal vez la democracia ha sido efectivamente sólo un tren para llegar a su destino de cúpulas y minaretes.

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