Un debate absurdo

Los límites de la libertad de expresión: el surreal cuento de Hasél y 'Brete'

Defender la libertad de expresión debe implicar conocer su contenido para no entrar en contradicción con el principio jurídico primordial en toda democracia: el derecho a la vida. Sin él nada más tiene sentido.

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El rapero Pablo Hasél.
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Había una vez un locuaz rapero que vivía en una democracia cuyo vicepresidente, tercero en discordia, consideraba que no era plena. La intención del joven cantante era expresar su rabia contra un sistema que le constreñía de manera impenitente, empujándole a un universo de autodestrucción colectiva ante la mirada inmisericorde de la Justicia. Los ociosos hombres y mujeres de toga y puñetas escrutaban el espacio virtual tratando de encontrar algún resquicio opaco para 'enchironar0 al adalid de la libertad, a la personificación de las musas artísticas en la Tierra.

Lo encontraron, e interpretando torticeramente el espíritu y la literalidad de sus canciones y expresiones, consideraron que "no me da pena tu tiro en la nuca" o las ‘sutiles’ palabras dirigidas al alcalde de Lleida, Ángel Ros, "malnacido, te mereces un tiro, te apuñalaré, me has arruinado, te arrancaré la piel a tiras", podrían suponer un delito tal que no estuviera contemplado en la libertad de expresión que tienen todos y cada uno de los habitantes de la Península totalitaria. Incluso, en su delirio opresor, llegaron a pensar que podrían llegar a ser constitutivos de delitos de amenazas.

El pequeño Hasél se unía así a los mártires de la libertad antifascista, como su compañero de profesión Vàltonyc, al que los mismos jueces corruptos podrían haber aplicado el peso ciego de la ley por proferir una brillante proclama libertaria: "Matad a un puto guardia civil esta noche, e idos a otro pueblo a matar uno".

El sistema judicial de la dictadura fascista de nuestro infantil cuento era tan impío que tenía por costumbre no ingresar en prisión a aquellas personas condenadas por delitos que implicaran menos de dos años de cárcel. Ahora bien, imponía una condición: no podían haber sido condenadas con anterioridad. El infortunio se cebaba de nuevo con nuestro querido Hasél. Contaba en su haber con otras acciones en su lucha contra el capitalismo salvaje, como las agresiones a un periodista, paradójicamente, en el rectorado de la misma Universidad que le dio asilo en sus últimos días de libertad. Su jarabe democrático le llevó a empujar, insultar y rociar con un líquido de limpieza al vendido periodista, en una sentencia que aun no ha devenido firme.

Esta es la triste historia de Hasél, el ficticio protagonista de los hermanos Grimm, que nos demuestra la importancia de los cuentos, ahora llamados relatos por la ciencia política, y que son imprescindibles para entender la política española de los últimos tiempos. El relato moldea de forma torticera la realidad a su antojo, imponiendo debates y manipulando la realidad hasta límites extremos. Los radicalismos han aprendido pronto y bien en su utilización.

La cuestión en torno a Hasél en ningún momento responde a si la crítica a las instituciones del Estado debe tolerarse o no. Es un debate absurdo y superado en nuestro país desde hace muchas décadas. La crítica, la reprobación y, por supuesto, las opiniones están plenamente aseguradas en España. Ahora bien, la libertad de expresión cuenta, como el resto de derechos y libertades reconocidas en el ordenamiento jurídico nacional, de límites y fronteras en las que no tienen cabida alguna los ataques personales, las injurias o las calumnias que atentan también contra otro derecho esencial: el del honor y la dignidad de las personas.

El debate sobre la libertad de expresión es una de esas ‘anormalidades políticas’ que están en cuestión precisamente por los políticos de uno y otro bando del arco parlamentario, en función de, como no, sus propios intereses. Defender la libertad de expresión debería implicar conocer su contenido y extensión para no entrar en contradicción con el principio jurídico primordial en toda democracia: el derecho a la vida. Sin él nada más tiene sentido en una democracia.

Las amenazas explícitas, el deseo de matar o la incitación a la violencia tampoco tienen cabida en la protección constitucional de los derechos fundamentales, ni en el país de la anomalía democrática, ni en ningún otro, dictaduras y regímenes autoritarios incluidos.

El relato moldea de forma torticera la realidad a su antojo, imponiendo debates y manipulando hasta límites extremos. Los radicalismos han aprendido pronto y bien su utilización

En este particular cuento de los hermanos Grimm, Hasél también comparte protagonismo con Pablo Brete. Su presencia en el texto no obedece tanto a ser la contraparte física del rapero, sino más bien el aprieto en el que se pone a aquellas formaciones políticas que alientan o tergiversan el debate. Manejar el punto exacto de la discusión, imponer el tema concreto del que hablar, es una de las técnicas básicas de negociación y de la comunicación política.

El debate de los límites que se deben imponer a la libertad de expresión está perdido para los defensores del libertinaje absoluto en las palabras. Por eso, tratan de introducir elementos distorsionadores que arguyen eximir de los límites a la libertad de expresión, en caso de que se trate de una canción o cualquier otro tipo de manifestación artística.

Esta sí sería una anormalidad democrática, puesto que rompería otro de los principios democráticos esenciales: la igualdad ante la ley. Si usted es cantante, músico, escritor o literato tendría barra libre para insultar, vejar, humillar, amenazar o denostar públicamente. Si por el contrario usted ejerce cualquier otra profesión y ofende, falta, ultraja o difama, quedará inmediatamente a disposición judicial. No habrá tenido la suerte de ofrecer a su audiencia versos tan brillantes e ingeniosos como "merece que explote el coche de Patxi López" o "es un error no escuchar lo que canto, como Terra Lliure dejando vivo a Losantos"… Eso sí es democracia.

Tan impactante es la proactividad del radicalismo en la defensa equivocada del derecho de expresión, como su silencio, provocado por su incoherencia. Ante las declaraciones de Isabel Peralta, la joven falangista que, también llevada por su espíritu democrático señalaba al "judío" como "el enemigo, que siempre va a ser el mismo, aunque con distintas máscaras", Brete está callado, probablemente, inmovilizado y paralizado por su propia discordancia política e intelectual.

Con toda probabilidad, Hasél y Brete necesitarán mejores defensores en el futuro o, al menos, algunos que conozcan los límites de un derecho que, como todos, necesitan de debate y discusión, pero antes hay que saber de qué se está hablando. Pero ese es otro cuento: el de Pinocho.

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