Lucha por la rehabilitación de mujeres drogadictas y marginadas en Afganistán

  • Fawzia desconocía el poder del opio cuando se lo dio a su hija para que se durmiera. Cuando volvió estaba muerta. En un país que produce un 90 por ciento del opio y de la heroína del mundo, la drogadicción es una realidad que sufren especialmente las mujeres, sin apenas asistencia sanitaria y escondidas para evitar el rechazo de la sociedad.
Ann Tornkvist | GlobalPost

(Kabul, Afganistán). La cama tiembla al mismo tiempo que el cuerpo de Marzia, que hace nueve días que no consume heroína. A los 14 años, se casó con un narcotraficante que trabajaba entre Afganistán e Irán. “Nos iba muy bien, pero estaba siempre sola y estaba harta de preocuparme por mi marido”, explica la mujer. Se ve frágil y tiene la mirada atenta y curiosa pese a los temblores que le provoca el mono de la heroína.

Vivieron en Irán durante siete años. Era fácil conseguir drogas y muchos refugiados acabaron siendo adictos. Los amigos de Marzia la invitaron a consumir heroína para que controlara los nervios mientras su marido traficaba con drogas. Hace un año que regresó a Afganistán, ahora tiene 27 años y es madre de cuatro niños. Su marido ha tomado una segunda esposa y amenaza con dejarla para siempre si no supera su adicción.

“Es una vergüenza ser adicta y una vergüenza si él me deja, por eso estoy aquí”, señala. Es la segunda vez este año que ha venido a buscar ayuda al centro de rehabilitación Sanga Amaj, de la capital. Dos doctores y cuatro enfermeras cuidan de unas 20 mujeres en tratamiento. Otros seis trabajadores sociales hacen visitas y se ocupan de las mujeres que están en su casa y que no quieren –o no tienen autorización de sus maridos- para ir al centro.

Desde que este modesto centro abrió sus puertas en el 2007, más de 850 mujeres se han sometido al tratamiento, que tiene una duración de 45 días. Se trata principalmente de afganas que regresan de Irán o Pakistán, donde tienen muchos problemas económicos y son consumidoras de drogas, explica Muhammad Zafar, viceministro del área contra los narcóticos. Más del 90 por ciento del opio y la heroína mundial proviene de los campos de amapola de Afganistán.

Una gran parte es transportada a través de Pakistán e Irán hasta Europa, donde entra por los Balcanes. Zafar es honesto al describir la dificultad de ofrecer un cultivo alternativo a los agricultores de la zona y que sea tan lucrativo como el opio. Sin embargo, mantiene la esperanza de que disminuya el problema. Los textos escolares incluyen ahora información sobre drogas y adicción, algo que no sucedía hace sólo dos años.

Además de Sanga Amaj, las ciudades de Herat y Mazar-e-Sharif tienen centros especiales para mujeres, muchas de las cuales comienzan a consumir animadas por sus maridos. En Sanga Amaj, la doctora Toor Paikay Zazai estima que entre un 20 y un 25 por ciento de las mujeres recae, pese a que su equipo se mantiene en contacto con ellas durante dos años después del tratamiento. No hay acceso a la metadona.

Su equipo trata de calmar la agonía de las pacientes durante los primeros días como pueden, principalmente con analgésicos. También recurren a la plegaria, la terapia de grupo y la educación para que las mujeres no vuelvan a consumir opio, heroína, hachís o pegamento.

Zazai trabajó durante siete años en Peshawar, en Pakistán, donde muchos refugiados afganos oprimidos son presa fácil de los traficantes que les instan a consumir. “Los dolores del mono (abstinencia) eran peores que los del parto, pensaba que se me iban a romper los huesos del picor”, explica Fawzia, de 35 años, mientras se acaricia los brazos para mostrar la magnitud de su sufrimiento.

Fawzia no sabía el poder del opio cuando se lo dio a su hija de dos años para que durmiera. “Cuando regresé, estaba muerta”, dice calmadamente. Ella y su marido decidieron volver a Kabul e intentaron ocultar la adicción a sus padres. No lo lograron y acabaron en la calle. Las drogas son “haram” (prohibidas) en el Islam y la adicción conlleva un gran estigma, especialmente para las mujeres.

Sin un lugar para vivir, se refugiaron con sus cinco hijos en una casa abandonada, medio bombardeada, sin techo, ventanas ni puertas. “Estábamos siempre enfermos, era una vida muy difícil”. Oyó hablar de Sanga Amaj hace dos años durante una visita a la mezquita. Cuando les dijo a sus padres que quería buscar ayuda, ellos accedieron a quedarse con los niños. Al igual que muchas otras mujeres, Fawzia llegó a la drogas por su marido. Fueron a rehabilitación juntos.

“Al principio, él dudaba, pero le dije que si yo era lo suficientemente fuerte para hacerlo, él también”, cuenta Fawzia. Su marido tuvo una recaída una vez, pero ahora no consume. Fawzia trabaja limpiando las instalaciones de Sanga Amaj y finalmente dice que tiene esperanzas del futuro.

Suhaila, de 20 años, también perdió un bebé. Su hija nació enferma y muy débil debido a que ella consumía drogas. Murió a los tres días. “La muerte de mi hija es la gran razón por la que estoy aquí”, afirma. Suhaila es una joven guapa, de grandes ojos, que se casó con un drogadicto sin saberlo cuando tenía 17 años. “Un día, seis meses después de casarnos, me miró y me dijo, ‘por qué te escondes’, esto no es malo’”, recuerda.

La primera vez que fumó heroína se sintió un poco mareada y durmió durante tres días. Pero le gustó la sensación de calma que le proporcionaba.Sus padres no saben que consume drogas y prefiere que no le hagan fotos. Su marido, de 26 años, está en tratamiento en otro centro. Es importante que ambos salgan de esto porque los padres de él no les dejarán regresar a casa a menos que se curen de la adicción. “Se avergüenzan de nosotros”, explica.

Al otro lado del pequeño patio de Sanga Amaj, el centro añadió el año pasado un área con camas para los hijos de las pacientes. Casi la mitad de los niños también reciben tratamiento: la mayoría eran fumadores pasivos en casa.Tres hermanos y una hermana un poco mayor se sientan juntos en la primera fila de la clase. Su madre sigue un tratamiento en casa mientras que el padre lo hace en otro centro para hombres. Si uno o ambos progenitores no logran abandonar las drogas, toda la familia volverá a estar en situación de riesgo.

Mientras los niños participan entusiasmados en una clase de estudios islámicos y levantan la mano a cada pregunta, Shamila, de 14 años, les observa callada desde la puerta. Vive en el centro y ayuda a entretener a los niños más pequeños. Les echa en falta cuando acaban el tratamiento de 45 días, el mismo programa que siguió ella.

La doctora Zazai la mira con afecto maternal y explica que fue mucho más difícil para Shamila que para otros pacientes dejar las drogas. La lleva a las fiestas familiares y da dinero a la madre de Shamila cuando puede. Cuando el padre de la niña falleció hace siete años, su hermano mayor la obligó a pedir limosnas en la calle. La presión para que trajera dinero era enorme. Fue entonces cuando un primo le ofreció hachís y ella aceptó. Está molesta con su hermano y con su propia situación y también porque su hermano ahora obliga al hermano pequeño de 12 años a pedir en la calle. “Nunca se echa la culpa de nada”, explica en alusión a su hermano, que aún consume drogas tras un intento fallido de rehabilitación. “No se puede controlar”.

Mostrar comentarios