Évora, la vecina más bella a tan sólo cien kilómetros de la frontera con Portugal

  • La belleza de su arquitectura en la que se entrelazan estilos de diferentes épocas condicionan nuestra forma entender esta ciudad.
Una de las joyas de Portugal.
Una de las joyas de Portugal.
Pixabay
Una de las joyas de Portugal.
A Évora hay que llegar al amanecer, cuando el sol comienza a calentar e iluminar sus murallas. / Pixabay

A pesar de que nuestro país se encuentra en un extremo del continente europeo, sin embargo, su situación es privilegiada. 14 kilómetros al sur de Tarifa, Marruecos nos muestra un mundo tan alejado culturalmente como extraordinario para descubrir. Cruzando los Pirineos, se despliega un paisaje de una belleza tan sutil como relajante para el viajero. Si por el contrario perseguimos el camino que nos marca el sol, Portugal se nos muestra, bella, sencilla, amable y cautivadora, es una especie de espejo mágico que refleja y nos hace entender como éramos hace unas décadas y Évora es una joya dentro de sus murallas, a sólo cien km de la frontera.

A Évora hay que llegar al amanecer, cuando el sol comienza a calentar e iluminar sus murallas, para pintarnos un cuadro de colores terrosos, blancos y rojizos de una belleza indescriptible. O bien, cuando este ya se ha puesto y las luces artificiales iluminan su contorno. Évora es un estado de ánimo, escribía Saramago, y es que la tranquilidad de sus callejuelas; la belleza de su arquitectura en la que se entrelazan estilos de diferentes épocas; la espiritualidad de sus iglesias y la profundidad de su historia; condicionan nuestra forma entender y admirar esta ciudad Patrimonio de la Humanidad.

Partiendo de la Plaza de Giraldo, la gran Plaza Mayor, amplia y diáfana, circundada por arcadas encaladas de un blanco brillante, y bella, cuya gran fuente central la convierte en el alma gemela de cualquier plaza barroca italiana. En cualquiera de sus terrazas disfrute de un ‘pindado’, el extraordinario café portugués y algún bollo para empezar la jornada. La iglesia de San Francisco de estilo mudéjar, alberga la popular y tétrica capilla de las calaveras. Miles de calaveras a la vista que nos recuerdan lo efímero, temporal y pasajero de la vida y su rápido discurrir por este mundo.

Como decía Saramago, la catedral de profunda gravedad abraza al visitante. Efectivamente no es de las más espectaculares, ni la más esbelta, ni la que se ha levantado a base de emplear más recursos arquitectónicos, pero su empatía con el viajero la convierte en un inexplicable amor a primera vista. El monumento más buscado en la ciudad es sin duda, el templo romano, que aún, dos mil años después, mantiene sus columnas de estilo corintio en pie. Mientras, a sus estrechas callejuelas se asoman fachadas de amarillo y blanco brillantes, y la vieja universidad que mantiene algunas de sus cátedras, se exhibe orgullosa como la más antigua.

Botequim da Moraira, un pequeño templo gastronómico en el que Domingo tras una pequeña barra en la que apenas se acomoda una docena de comensales, sirve los platos que su mujer, de poético nombre Florbela, prepara en su minúscula cocina de la que salen especialidades caseras del recetario popular como su riquísima cazuela de huevos y espárragos y su carne de ibérico; todo ello acompañado de cualquiera de los más de 150 vinos del Alentejo que se guardan como un tesoro en su bodega. Más puesto el local de techo abovedado que regentan Gonzalo y Eugenia y en el que se preparan recetas locales a precios razonables. Para dormir el Convento do Espinheiro, a la afueras de la ciudad y con extraodinarias vistas sobre la misma.

Mostrar comentarios