Los paisajes del norte de Italia son especiales, lagos a los que se asoman pueblos que parecen sacados de un cuento de hadas o de una vieja película costumbrista de los primeros años del siglo XX; las estribaciones de los Alpes, que además de resaltar la grandiosidad de sus picos, se reflejan en las aguas tranquilas de los lagos. Cuando el viaje en tren transcurre al norte del Piamonte y deja atrás el Lago Maggiaore, para llegar a orillas del lago Orta, se descubre una postal oculta a la mirada de los turistas. Un sitio secreto, de una belleza tal que parece encantado por algún hechizo. El clásico la llamaba la acuarela de Dios.
Como en la mejor obra pictórica, la composición está perfectamente equilibrada. En el mismo centro del lago y de la mirada, se encuentra un pequeño pueblo cuya arquitectura es de una belleza natural, sin maquillajes ni distracciones. Un paisaje que cambia de color según avanzan las horas del días. A primera hora la niebla blanquecina, grisácea; se apodera de la mirada. A media mañana el sol, luce para iluminar el paisaje y dar intensidad a los matices. El lago se presenta entonces de un azul intenso que puede simular un espejo en el que todo se refleja. De noche adquiere un tinte ámbar por la iluminación artificial cálido y sosegado.
Del mismo modo que hay sitios únicos en el Mediterráneo como Valdemosa en Mallorca que han servido de refugio e inspiración a músicos y escritores, Orta de San Giulio acogió a Nietzsche, Lord Byron y Balzac que acudieron en busca de la calma necesaria para producir su obra y la magia que inspiraba sus creaciones. Los colores se agudizan cuando camina el pueblo. Villas de colores pálidos, tonos pastel que cierran estrechas callejuelas y que se avivan cuando confluyen en plazas de estilo Mediterráneo e iglesias de tono melocotón.
De la ladera del Sacromonte nace un pequeño istmo de tierra que se prolonga y adentra en el lago, y sobre el que se encuentran un par de decenas de capillas que honran a San Francisco, el santo italiano por antonomasia. Tras pasear el pueblo, al atardecer, suba a un bote para acercarse hasta la isla. Un periplo en el que sobresales los tejados de color teja de los palacetes, que al llegar se transforma en una paleta representada por las plantas que adornan e inundan sus jardines. Para cenar, sólo existe un restaurante que adopta el nombre de la propia isla. Una espléndida terraza junto al agua lo hacen idílico.
La cocina es sencilla, productos naturales: embutidos y verduras que traen desde la otra orilla. Las inevitables pizzas elaboradas en horno de piedra y algunos buenos pescados que someten en exceso a la parrilla, pero cuyo sabor resulta agradable. Si desea que la experiencia sea brillante desplácese 8 kilómetros hasta Al Sorriso para disfrutar de los exquisitos ravioli con queso de un 3 estrellas Michelin. El Albergo San Rocco, un convento del Siglo XVII con vistas al lago, está debidamente reformado y es el lugar apropiado para pasar la noche.
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