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El mejor té del mundo se cultiva en Darjeeling, bajo las cimas del Himalaya

El té más preciado se cultiva a 2.300 metros de altitud, bajo las cimas del Himalaya. En Darjeeling está el origen de uno de los tés más refinados del mundo.

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Trabajos de recolección de hojas de té en la plantación de Makaibari. (Thomas Goisque).
 
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Trabajos de recolección de hojas de té en la plantación de Makaibari. (Thomas Goisque)

Darjeeling, una región del este de la India, se ha convertido en un término que designa una de las variedades de té más apreciadas del mundo. Lo ideal sería llegar a esta pequeña ciudad en la falda del Himalaya (50.000 habitantes según el censo inverosímil) con el Toy-train, el tren liliputiense que parte de Siliguri (junto al aeropuerto de Baghdogra, una hora de vuelo desde Calcuta) y trepar hasta los 2.300 metros de la capital del té recorriendo 90 kilómetros a paso de tortuga. Parece realmente un tren de parque de atracciones, ridículo con los raíles de 60 centímetros de anchura, la absurda velocidad de 10 kilómetros por hora y las continuas y largas paradas para añadir o quitar una locomotora.

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Tomando un té en un salón del hotel New Elgin, en la región india de Bengala.

Pero fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1999 y posee un pedigrí digno del Orient Express. En este cacharro jadeante se sentaban gobernantes, maharajás, duquesas, generales, mandatarios y alta burguesía colonial cuando subían hasta aquí para huir del bochorno estival de Calcuta, 640 kilómetros más al sur. Quien haya leído 'Pasaje a la India' de Edward Morgan Forster, 'La joya de la corona' de Paul Scott o las viejas historias de Rudyard Kipling, encontrará esparcidos en el habitual caos urbanístico tercermundista muchos rastros del Raj (así se denominaba familiarmente al virreinato británico del Subcontinente) de vacaciones en las estaciones climáticas de montaña.

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La recogida del té en la plantación de Makaibari y el proceso de secado de la hoja.

El hotel ultraconservador (el Windamere), con su ambiente a lo Agatha Christie y las cenas anunciadas con el gong; los bungalows victorianos de colores pastel; iglesias y campanarios neogóticos sumergidos entre templos hinduistas y budistas; el inevitable paseo hasta el Observatory Hill, el mirador, desde donde se dominan los 8.598 metros del Kanchenjunga, monte sagrado y tercera montaña más elevada del mundo.

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En la imagen, hojas de té Silver tipe.

Estamos en la cuña de Bengala, cercada entre Bhután, Nepal y Sikkim, crisol de etnias y religiones: gurkhas nepaleses, lepchas (los habitantes originarios), tribus indo-birmanas provenientes de Assam y muchísimos emigrados del Tíbet tras la invasión china de 1959. También el té llegó aquí como emigrante. La Camellia sinensis fue importada en 1847 por un médico militar inglés, un tal doctor Campbell, como planta ornamental para su jardín. Quizá por eso las plantaciones se denominan todavía 'tea gardens' incluso cuando tienen extensiones de cientos de hectáreas.

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Imagen de la separación de las calidades y el control de la fermentación del té.

Hoy existen unos 80 jardines, que producen 10.000 toneladas de hojas al año (aproximadamente el 2% de la producción total india) con precios que rondan los 350 euros el kilo para las partidas más apreciadas. En la Darjeeling Planters Association el visitante recibe una somera información: "El microclima, de subtropical a continental y de alta montaña, es el secreto de la calidad de nuestro té. Por ese motivo los entendidos lo llaman té-champagne. Un solo kilo de Darjeeling vale igual que 20 kilos producidos en Uganda o en Kenya. Y tenemos cuatro cosechas al año".

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Locomotora del llamado ‘Toy-train’.

"En primavera", continúa, "se obtiene un té joven, de sabor punzante y fresco y de hojas doradas; con la cosecha de verano (second flush) la infusión es de un ámbar intenso, con el sabor especiado del Darjeeling maduro; en otoño recogemos hojas más grandes con aromas más fuertes; por último, entre verano y otoño, hay una cosecha intermedia (la llamada 'in between') que se sitúa en perfecto equilibrio entre las otras dos". Desperdigadas entre las hileras de arbustos, las mujeres arrancan (mejor dicho: pellizcan con destreza) las hojas y las echan en los cuévanos que llevan colgados a la espalda. Una especie de vendimia verde. "Son 7-8 kilos al día por cada recolectora", dice un manager de la Planters Association. "Quien supera los 8 kilos se embolsa alguna rupia más de las 30 de salario medio, poco más de un dólar americano".

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La terraza del hotel New Elgin.

Tras la recolección el producto es transportado a la factoría para su elaboración. Las hojas, extendidas sobre cañizos ventilados durante 12 horas, pierden aproximadamente el 75% de la humedad. Casi toda la restante es eliminada artificialmente con la ayuda de rodillos compresores. Es entonces cuando comienza la delicadísima fase de la fermentación: colores, aromas, intensidad de los sabores se desarrollan bajo la vista (y, sobre todo, el olfato) de los expertos. En el momento oportuno, el proceso es interrumpido introduciendo las hojas en un horno a unos 100 grados.

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Rajah Banerjee, director de la plantación de Makaibar.

Un grupo de degustadores decidirá seguidamente el maridaje de las calidades obtenidas en diferentes días y en diversos terrenos de la plantación, precisamente como sucede con los grandes vinos y los tabacos preciados. Sólo el té verde, elaboración de nicho en Darjeeling, donde reina el té negro, no se somete a la fermentación (la cual, como afirman los obsesionados con la salud, disminuye el contenido en polifenoles antioxidantes, pero, como sostienen los hedonistas, exalta sabores y aromas). "Como siempre en agricultura, impera el concepto de necesario pero no suficiente", filosofan en la Planters Association. "Sin la benevolencia de la naturaleza nada sería posible. Pero sin la habilidad del hombre no existiría excelencia". A pocas millas del Tíbet puede sonar como profunda sabiduría oriental. En cambio, sólo es sentido común.

Fotografía en portada: Alice Pasqual

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