Cultura y ocio

Transatlánticos, un siglo de barcos majestuosos y veloces

  • Desde la primera línea regular a vapor entre Liverpool y Boston, en 1838, hasta 1945, la marina vivió una carrera por la conquista del Atlántico.
Trasatlántios
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1912, El Havre. La multitud despide al transatlántico France, que zarpa hacia Nueva York. (Fotografía extraída del libro 'Transatlánticos de leyenda').

"Enorme”, exclama Julio Verne en Una ciudad flotante, el relato de su travesía transoceánica, de Liverpool a Nueva York, a bordo del Great-Eastern, en 1867: “Este es el adjetivo que mejor define a estos gigantes del mar, grandes como ciudades flotantes, que se deslizan silenciosos y profusamente iluminados sobre la negrura del océano. ¡Enormes! Con enorme cantidad de crujías y máquinas, enorme ostentación de lujo y, sobre todo, enorme concentración de personas, de la bodega a las cubiertas, en blusón de trabajo, en librea, en uniforme, en frac o en traje de noche”.

Al comienzo del relato, Verne asegura que se trata de un “viaje de aficionado, ni más ni menos: me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano”. Sin embargo, para el ya entonces reconocido autor de 'Viaje al centro de la Tierra' y 'De la Tierra a la Luna', la travesía se convierte en un nuevo viaje iniciático, cuando, tras el natural asombro por las dimensiones y la estructura, Verne descubre que aquel inmenso barco de ruta regular “no es sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo”, y que “nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, las pasiones, todo el ridículo de los hombres”. Resultado: ese mismo año publica Los hijos del capitán Grant, novela “transatlántica” donde las haya; y dos años después, la celebérrima 20.000 leguas de viaje submarino.

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Pasajeros cruzando el Atlántico hacia Canadá, 1885, y restaurante del City of St. Louis, 1888.

En el 'siglo de oro' de los transatlánticos de línea regular, la experiencia de la travesía quedaba grabada para siempre en la memoria del pasajero: la llegada al puerto, la visión de la inmensa embarcación, inabarcable con la vista; la subida a bordo –el primer pie sobre el gigante, el primer paso hacia el Nuevo Mundo–, hasta la amplia entrada. Todo se recordaba: la acogida, las indicaciones, las escaleras, los infinitos pasillos; el camarote, sólo para dejar el equipaje y volver a salir a la proa, la popa o a algún costado, para ver el barco zarpar.

“Luego” como narra Scott Fitzgerald en 'Suave es la noche', de 1934, “llegan el lúgubre pitido ensordecedor, la tremenda vibración, y el barco, la idea humana, se pone en movimiento. El embarcadero y las caras que hay en él pasan de largo y por un instante el barco es un fragmento de ellos arrancado accidentalmente. De pronto, las caras apenas se distinguen, ya no tienen voz, y el embarcadero es uno de tantos puntos borrosos a lo largo de los muelles. El puerto corre rápido hacia el mar”.

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Ilustración del interior del buque Giulio Cesare, activo entre 1922 y 1943.

De la vela al vapor 

Hasta el siglo XIX no existió un servicio de transporte marítimo o fluvial público. Los barcos eran propiedad del comerciante o de la compañía comercial. Era un mundo de capitanes independientes o de sagas familiares muy parecidas a la del célebre armador Morrel, tan bien inventado por Dumas en 'El conde de Montecristo': compañías de hijos y padres armadores, cuyo único capital era, a menudo, un solo barco –eso sí, muy grande- del que dependía su vida entera; un barco a cuya partida asistían con la tristeza y la zozobra de quien ve partir a un hijo, y cuyo regreso empezaban a anhelar desde el mismo momento en que lo veían desaparecer en el horizonte.

Pero todo ello cambia definitivamente el 5 de enero de 1818, cuando el velero estadounidense James Monroe, de la Black Ball Line, zarpa de Nueva York con destino a Liverpool en el primer servicio público de línea regular transoceánica. Con su política de realizar travesías periódicas y aceptar cargas, la Black Ball Line revoluciona las actividades navieras tradicionales y da comienzo a una auténtica carrera por el Atlántico. De hecho, al año siguiente se produce ya el primero de los tres avances tecnológicos determinantes de la época, cuando otro velero estadounidense, el Savannah, cruza el Atlántico propulsado por vapor durante parte del viaje, ganando así en regularidad.

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Escalera del restaurante del Titanic (1912), y billetes de primera, segunda y tercera clase de la época.

La carrera pasa, a partir de entonces, por el vapor, y dura hasta 1838, cuando el buque británico Sirius se convierte en el primero en realizar la travesía exclusivamente con propulsión a vapor; y ello, precisamente en el mismo año en que, en Liverpool, es botado el Ironsides, el primer barco del mundo con casco de hierro, el precursor conceptual de los grandes transatlánticos que –cada vez más enormes y más rápidos– están a punto de aparecer. A partir de 1840, cuando la naviera inglesa Cunard inaugura, con el Britannia, su línea regular entre Liverpool y Boston, los buques no compiten ya sólo en tamaño, capacidad y velocidad, sino también en equipamiento, comodidad y lujo.

El microcosmos del macronavío

Salones, restaurante, escaleras principales, suites, camarotes: todo es cada vez más grande y lujoso en los transatlánticos. Los pasajeros de primera clase, que suelen viajar por puro placer o por negocios, ocupan amplios y elegantes camarotes individuales, cuando no lujosas suites, ubicados por lo general en las cubiertas superiores, encima del restaurante, la sala de té, la sala de baile y demás espacios sociales a ellos destinados.

En la cubierta siguiente se encuentra la segunda clase, de largo la más pequeña, cuyos camarotes son más reducidos y tienen, por lo general, dos camas. Aquí viajan a menudo familias de madres solas con hijos, que van al encuentro del padre y marido emigrado en años anteriores, porque, como recuerda Anne Brontë en Agnes Grey, “aunque en algunas ocasiones eran familias enteras las que se arriesgaban a empezar una nueva vida en un lugar desconocido, lo más habitual era que emigraran hombres solos, entre otras razones por la dureza del trabajo y de la vida que allí les esperaba”. Su travesía es de puro anhelo de reencuentro, y va al ritmo de los niños: de la piscina al parque infantil.

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El gran salón de columnas del Conte di Savoia (1932-1943).

En cuanto al ambiente, “malas lenguas llegan a afirmar que durante la travesía, la bella marquesa no perdonó medio de captar la voluntad de un yerno tan rico”, recuerda Balzac en Eugenia Grandet; pero lo cierto es que, además de casamenteras y estafadores irresistibles, en las primeras clases del Britannia, del Great Eastern o del Etruria se cruzaban –unos de camino, otros de regreso– terratenientes, empresarios, matrimonios con hijos, viudas, profesores, literatos…

Mirada al futuro

Los pasajeros de tercera clase son, pues, los que van hacia el Nuevo Mundo con más miedo y horror. Así los recoge el imaginario colectivo, gracias también a grandes escritores, como Joseph Conrad. Sin embargo, no sólo hay horror en las terceras de los transatlánticos: “Si anoche me hubieran dado a elegir lo que quería ser”, confiesa Kafka en una de sus Cartas a Milena a comienzos de los años 20, “habría querido ser un muchachito judío del Este que está allí, en un rincón de la sala, sin el menor asomo de preocupación, mientras el padre discute en el centro con otros hombres, la madre, con su voluminoso atuendo, revuelve los harapos del equipaje, la hermana charla con las muchachas y se rasca la cabeza hundiendo los dedos en su hermosa cabellera… ¡Y dentro de un par de semanas estarán en América!”.

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Albert Einstein, llegando a Nueva York, 1930, y Buster Keaton, a bordo, 1934. (Getty Images).
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