Nadie duda ya que los coches autónomos revolucionarán la industria del transporte. Pero si bien pueden ser un negocio muy lucrativo para algunos –Goldman Sachs calcula, por ejemplo, que el negocio de alquiler de vehículos y los servicios de taxi en las ciudades crezca de los 5.000 millones de dólares que genera hoy a 285.000 millones en 2030–, no lo es tanto para otros. Y no hablamos de los transportistas (que también verán su oficio amenazado en algún momento), sino también de los ayuntamientos.
Como ha explicado Nico Larco, director del Urbanism Next Center de la Universidad de Oregón, en una conferencia reciente que ha recogido Wired, los presupuestos de la mayoría de las ciudades dependen del dinero que recaudan de los coches: a través de los impuestos sobre los vehículos, los hidrocarburos, las multas y, claro está, el dinero que se recoge en las zonas de estacionamiento limitado. Los coches sin conductor no aportarán ingresos por esta vía –serán eléctricos, no cometerán infracciones y pueden dar vueltas sin parar en lugar de estacionar–, pero desgastarán la calzada, necesitarán que haya sal cuando nieve y dependerán de semáforos igual que el resto. Todo el gasto, ningún ingreso.
Y no hablamos de pequeñas cifras. En Madrid, por ejemplo, si consultamos el Proyecto de Presupuesto para 2018, el Ayuntamiento recauda casi 405 millones de euros por conceptos que la generalización de los coches autónomos eliminaría casi por completo: impuesto de hidrocarburos y sobre los vehículos de tracción mecánica, permisos de aparcamiento y entrada de vehículos y multas de circulación. Estos ingresos suponen en torno a un 8% del total de la recaudación del municipio.
Los pobres siempre pierden
Obviamente, los ayuntamientos pueden adaptarse a esta situación generando nuevas vías de ingresos. En Estados Unidos, donde hay ciudades repletas ya de flotas de vehículos en pruebas, las alcaldías están empezando a estudiar tasas que podrían cobrarse por acceder a las zonas destinadas para recoger y dejar pasajeros o impuestos especiales para estos servicios. Pero su implementación no va a ser sencilla.
Muchos estados están bloqueando las iniciativas de las ciudades para regular estos automóviles, pues reciben otro tipo de presiones. Michigan, por ejemplo, no permite que Detroit establezca ninguna ordenanza sobre los automóviles sin conductor, algo que no interesa a la principal compañía de la región: General Motors. La situación de la conocida como “ciudad del motor” es especialmente peliaguda, pues está en bancarrota, y la perdida de estos ingresos puede suponer el fin de los ya de por si mermados servicios sociales.
El auge de los vehículos sin motor podría poner también en riesgo al transporte público. ¿Quién va a coger un autobús teniendo servicios de coches autónomos? Respuesta: quien no tenga dinero para pagar el segundo. Por muy baratos que sean los servicios de coche compartido (el antecedente claro de los próximos servicios de transporte que ofrecerán los coches autónomos), el transporte público siempre es más asequible y, además, llega a zonas donde Car2Go, Muving, Emov y compañía no son rentables.
En las ciudades donde hay barrios fuertemente segregados –algo mayoritario en EEUU, pero no tan ajeno a España–, la principal barrera para el empleo es el acceso al transporte. La movilidad social depende de poder ir del punto A al punto B a bajo costo. Y esta es una posibilidad que, al menos en EEUU, está minando el surgimiento progresivo de estas nuevas formas de transporte.
En Detroit, que es el ejemplo extremo de este cambio en las ciudades, tener un automóvil propio es prohibitivamente costoso y el transporte público no deja de empeorar, lo que dificulta que muchas personas puedan moverse de un lado a otro.
El modelo de transporte público español es “arbitrario y obsoleto”
No cabe duda de que el transporte público en Estados Unidos es mucho peor que en España, pero también es cierto que, a medida que cada vez más urbanitas usamos los servicios de coche compartido o plataformas como Uber o Cabify es de esperar que se utilice menos el transporte público y, por tanto, menos dinero hay para mejorarlo (y cubrir servicios que no son rentables desde el punto de vista económico). Y habrá que buscar nuevas vías para financiarlo.
En Francia, desde hace cuatro décadas, el Gobierno cobra un 3 por ciento sobre los salarios brutos totales de todos los empleados de compañías con más de 11 empleados para financiar a la autoridad de transporte local. El impuesto se aplica al empleador, no al empleado, y, a cambio, los empleados reciben viajes subvencionados o gratuitos en el transporte público.
España no dispone de una Ley ni tampoco de un modelo homogéneo para todas las ciudades y como se apuntaba en una reciente ponencia de la Federación Española de Municipios y Provincias, aunque la subvención al transporte urbano existente lleva más de 25 años implantada, es asimétrica –no financia por igual a ciudades de igual tamaño– y no permite planificar los servicios de transporte a medio y largo plazo. La FEMP califica abiertamente el sistema de transporte público español como “arbitrario y obsoleto” y pide fijarse en el modelo francés, alemán o italiano para mejorarlo. Y más nos vale teniendo en cuenta la que nos viene encima.
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