Por qué los alemanes se niegan a poner límite de velocidad en las autopistas

  • Un intento de limitar la velocidad en las carreteras ha enfurecido a una opinión pública que considera que correr es parte de la identidad nacional
Imagen de portada del disco 'Autobahn' de Kraftwerk.
Imagen de portada del disco 'Autobahn' de Kraftwerk.

Como sabe cualquier amante de los coches (o cualquiera que haya tenido una conversación con un amante de los coches), Alemania es el único país de la Unión Europea en el que sigue habiendo tramos de autopistas sin límite de velocidad.

Hablamos de la mítica Autobahn, inmortalizada por Kratwerk en la que es quizás la canción más importante de la historia de la música electrónica: la red de autopistas federales sin peaje.

En efecto, la red, de casi 13.000 kilómetros, no tiene limitaciones de velocidad. Aunque diversas normativas reducen esta en casi la mitad del trazado, y es necesario observar ciertas reglas como la distancia de seguridad, sigue habiendo más de 6.500 kilómetros de autopista en los que se puede circular a la velocidad que uno quiera.

Esta anacrónica ausencia de límites es una seña de identidad nacional, pero también un grave problema, con la que los gobiernos alemanes no consiguen lidiar.

La pasada semana, una comisión gubernamental encargada de sugerir medidas para limitar la emisión de gases de efecto invernadero –y cumplir con lo acordado en el Tratado de París– sacudió a la opinión pública con una recomendación que, en realidad, es tremendamente obvia: limitar la velocidad de las autopistas es la medida más sencilla para reducir las emisiones sin ningún coste y, además, reduciría los accidentes de tráfico.

Pero los alemanes no quieren ni oír hablar del asunto. Los sindicatos amenazaron con colgarse los chalecos amarillos y salir a la calle como han hecho sus colegas franceses y la oposición de extrema derecha aprovechó para criticar al Estado. Incluso el ministro de transporte, Andreas Scheuer, salió de inmediato a contradecir a sus propios expertos, asegurando que los límites de velocidad son “contrarios a todo sentido común”, son “poco realistas” e “irresponsables”.

El debate ha causado una grave brecha en el ejecutivo alemán, formado por democristianos (CSU) y socialdemócratas (SPD). Los conservadores de Angela Merkel consideran la limitación un ataque a la identidad nacional. Annegret Kramp-Karrenbauer, la sucesora natural de la canciller, y el nuevo presidente de la CSU, Markus Söder, han apoyado al ministro díscolo. Mientras, la ministra de Medio Ambiente, Svenja Schulze, del SPD, ha lamentado que su compañero cuestione las propuestas realizadas por la comunidad científica.

La A8 es una de las más bellas autopistas alemanas. / Flodur63
La A8 es una de las más bellas autopistas alemanas. / Flodur63

Cuando los sentimientos pesan más que la lógica

No hay ninguna razón lógica para seguir sin imponer límites de velocidad. Mantener una red de autopistas en las que se puede ir tranquilamente a más de 200 km/h –algo que hace mucha gente– es una buena forma de contaminar más de lo necesario. Alemania es uno de los países de Europa que peor lleva el cumplimiento de lo acordado en la cumbre de París, y los automóviles son responsables del 11 % del total de las emisiones. Según la comisión gubernamental, un límite de velocidad de 120 kilómetros por hora podría cubrir una quinta parte de los objetivos de 2020 para el sector del transporte.

Limitar la velocidad no solo es bueno para el medioambiente, también salvaría vidas. En los tramos de las autopistas donde sí hay límite de velocidad el número de muertes se reduce hasta en un 26 %. El año pasado hasta 409 personas murieron en las carreteras alemanas, siendo la velocidad la principal causa de los accidentes.

El problema es que, como apunta Katrin Bennhold en 'The New York Times', la ausencia de límites de velocidad es en Alemania una obsesión nacional, que muchos defienden con el mismo fervor religioso que mueve a buena parte de los estadounidenses a insistir en el derecho a llevar armas o a los japoneses a seguir cazando ballenas.

Aunque su planificación se remonta a la República de Weimar, la Autobahn fue uno de los logros de los que siempre presumió la Alemania nazi. Su trazado, además, tiene un fuerte componente nacionalista. No solo conecta al país, sino que lo presenta a sus propios ciudadanos y al mundo. Por aquel entonces, el propósito principal de la red de autopistas era permitir que una gran proporción de la población fuera capaz de conducir largas distancias en sus propios coches, gozando de vistas a lo largo del trayecto. Muchas de las rutas no conectan las ciudades por el camino más corto y eficiente, sino que dan complicados rodeos solo para ofrecer vistas espectaculares. Un buen ejemplo de esto es el tramo que une Múnich con Salzburgo, en la A8.

La reparación y ampliación de las Autobahn en la posguerra fue el símbolo del milagro económico alemán, pero también de la libertad de un pueblo acostumbrado a vivir en una sociedad fuertemente reglamentada. Era el único espacio en el que no había normas.

Pese a todas las ventajas de limitar la velocidad, cerca de la mitad de los alemanes siguen negándose siquiera a hablar de este asunto, un porcentaje de la opinión pública que no ha cambiado en la última década, según la compañía de encuestas Infratest Dimap.

Los políticos, además, no quieren arriesgarse a apoyar medidas de este tipo. Y tienes razones para no hacerlo. En 1973, en plena crisis del petróleo, el ministro de transportes de la República Federal, Lauritz Lauritzen, impuso un límite de velocidad de 100 km/h en las autopistas con el objetivo de reducir el número de accidentes (20.000 alemanes morían todos los años en las carreteras, seis veces más que hoy en día) y ahorrar dinero, dado lo caro que estaba la gasolina. La medida duró solo cuatro meses y se llevó por delante su carrera política.

La industria del automóvil que, por lógicas razones empresariales, es contraria a los límites de velocidad, siempre ha tenido una fuerte influencia en el Gobierno alemán, y la sociedad nunca se ha sentido demasiado incómoda con esta idea. Al fin y al cabo, Alemania se considera a sí mismo el país de los coches. Una campaña turística del Gobierno alemán asegura, incluso, que conducir por una autopista es una de las “siete cosas que debes hacer en Alemania”.

Por mucho que contamine, parece que muchos alemanes siguen sin estar dispuestos a aceptar unos límites que van en contra de lo que consideran su actual espacio vital.

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