Un cambio de paradigma social

Sin atascos ni gente en las calles: así da forma el virus a las ciudades del futuro

El 'boom' del teletrabajo y el abuso de la tecnología han mutado por completo al ser humano en apenas doce meses, creando una nueva realidad tan distópica que amenaza a nuestra sociedad.

Joaquin Phoenix en 'Her' (2013)
¿Un mundo feliz? Sin atascos ni gente en las calles por culpa del coronavirus. Joaquin Phoenix en 'Her' (2013).
Warner Bros

En 'Her' (2013), la vida del personaje de Joaquin Phoenix transcurre yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa, aunque para él no sean horas trascendentes. Lo que de verdad le importa ocurre en su casa, cuando conoce a una IA interpretada por Scarlett Johansson. También en su oído, no importa el lugar, mientras habla con ella a todas horas, desdeñando incluso el contacto humano. En suma, la película de Spike Jonze viene a ser un mensaje admonitorio de que la tecnología puede convertirnos en seres individuales, capaces de prescindir de nuestro plano social. Si a esto le sumamos una pandemia global, tal vez no nos quede otra opción.

Qué duda cabe de que el mundo ha mutado por completo en tan solo doce meses. Solo hace falta darse una vuelta por el barrio para constatarlo: ya apenas se producen los atascos de antaño, hay más espacio que nunca en las aceras y no hay que hacer cola en las tiendas (eso sí, en fila de a uno, a metro y medio de distancia). La contaminación se ha reducido drásticamente en las grandes ciudades, donde cada vez se ven más patinetes eléctricos y menos coches con motor de combustión. Nada que ver con el caos y la destrucción que uno podría prever cuando un letal coronavirus acaba con la vida de más 75.000 españoles en un año. ¿Qué ha pasado?

Entre otras cosas, el 'boom' del teletrabajo ha cambiado la morfología de nuestras ciudades. Las oficinas de los epicentros económicos de ciudades como Madrid languidecen a falta de empresas dispuestas a mantener espacios de trabajo -adaptándolos a las normas sanitarias con fuertes inversiones- mientras su plantilla permanece trabajando en remoto. En los últimos doce meses, el número de teletrabajadores en España se ha duplicado, llegando hasta los dos millones. Una situación para la que ninguna empresa estaba preparada. Ni ningún trabajador. Ni siquiera el Gobierno, que no ha sido capaz de acabar con ciertos problemas como los gastos en el hogar (internet o el teléfono) con la ley aprobada en septiembre.

No nos engañemos. Hasta ahora, el teletrabajo es más un experimento que una realidad: trabajamos más horas, y sin la limitación horaria que otrora proporcionaban la entrada y salida de la oficina. De hecho, tres de cada cuatro españoles padece estrés laboral por este motivo, un dato que se ha disparado desde el inicio de la pandemia. Además, los últimos estudios señalan que el confinamiento ya ha tenido efectos adversos en nuestra mente, como una peor toma de decisiones, que seamos menos altruistas e, incluso, una disminución de la capacidad cognitiva. Ante este panorama, ¿quién no se mudaría al campo mañana mismo si pudiera teletrabajar?

David Blay, periodista y reconocido experto en teletrabajo, explica así el fenómeno que ya se está viviendo: "Muchas personas van a querer volver a núcleos familiares fuera de las grandes ciudades, por factores como tener el mar cerca, menores costes o simplemente por poder estar junto a su familia. Al menos en España, donde las raíces de contacto personal son muy profundas. Pero para dos grupos de gente (nómadas digitales o sin cargas familiares, por ejemplo) seguramente asistamos a planteamientos de probar durante un tiempo de entre tres meses y un año dónde trabajar para ir escogiendo emplazamiento o simplemente rotando entre ellos".

Un cambio de paradigma social

Pero, ¿es para tanto? ¿La crisis del coronavirus puede llegar a provocar que nos planteemos dejarlo todo y mudarnos al campo? Para Jean Piaget, uno de los 'padres' de la Psicología moderna, cuando el ser humano alcanza el pensamiento formal (entre los 11 y los 15 años), supera el empirismo característico de la etapa previa, la de las operaciones concretas; de este modo, la realidad pasa a entenderse como un subconjunto de lo posible, al contrario que en el periodo anterior, en que lo posible es visto como una prolongación de lo real. En otras palabras, imaginamos qué podría ocurrir en vez de esperar a que pase

El filósofo Herbert Marcuse iba más allá. Para él, es posible imaginar que la historia y las condiciones materiales son las que determinan la forma que la realidad adopta. Por eso mismo, es el contexto de pandemia actual el que ha provocado que la humanidad adopte ese mantra de la transformación acelerada en los negocios telemáticos, en las compras a través de internet, en la distancia social. Un buen ejemplo es el de los patinetes eléctricos. Ya no escogemos la movilidad sostenible para honrar a un valor ético superior como el ecologismo (eso solo nos podíamos permitir en la realidad prepandemia), sino por puro instinto de supervivencia. Pasa igual con el coche eléctrico e, incluso, con un Opel Corsa del 99; es solo cuestión de clases. ¿Qué pasa entonces con el metro o las redes de infraestructuras pensadas para la movilidad de los humanos? 

La muerte de las ciudades tal y como las conocíamos es solo un reflejo más de esa mutación social a la que aún no nos hemos acostumbrado. Paradójicamente, la pandemia también ha acelerado la transformación del mercado laboral gracias a la robótica, acercándonos más que nunca al sueño de Marcuse: una sociedad en la que la base de nuestras decisiones no sea trabajar o morir de hambre; un mundo en el que, eliminando la necesidad del trabajo, el hombre pueda ser realmente libre, un requisito básico para la felicidad individual. Pero, teniendo en cuenta que las cifras del desempleo derivado de la crisis del coronavirus se han disparado hasta los cuatro millones de españoles y que el mercado laboral solo se sostiene gracias al frágil mecanismo de los ERTE, cabe preguntarse: ¿a qué precio?

Para muchos, los robots -la tecnología en general- suponen una seria amenaza para el ser humano. No es de extrañar. La inteligencia artificial ya es capaz de sustituir a prácticamente cualquier empleado de la industria, del sector de la atención al cliente, incluso a los cirujanos. Aún peor, de aquí 20 años, se espera que la mitad de los puestos de trabajo actuales sean reemplazados por máquinas. Sin embargo, siguiendo la teoría de Marcuse, todos estos avances tecnológicos bien podrían crear el sueño más utópico de todos desde que el hombre es hombre: no trabajar y dedicarse únicamente a la vida contemplativa, al ocio y el asueto.

Y ya se están empezando a construir los cimientos. Desde hace un lustro, en España ya se está estudiando cómo deberán cotizar los robots cuando empiecen a sustituir masivamente a la mano de obra humana. La idea, planteada desde hace tiempo por pioneros como Bill Gates, es simple pero brillante: la vida laboral del robot cotizará en lugar de la del trabajador y servirá para pagar los impuestos de éste. Los críticos a esta propuesta argumentan que, si bien ese escenario nos podría acercar a una equiparación del nivel de vida de todos los seres humanos, también nos podría llevar a un mundo distópico al más puro estilo 'Wall-e', la película de Pixar en la que la sociedad ha emigrado al espacio tras llenar la Tierra de contaminación y los robots han tomado el control mientras los humanos se degradan en una vida de ocio virtual.

En la cinta, los humanos se presentan como seres dominados por la IA, incapaces de moverse de una silla que les lleva a todas partes porque su cuerpo se ha deformado hasta tal punto que sus débiles piernas no son capaces de soportar su nueva y obesa morfología. En los últimos meses hemos tenido bastante de esto en nuestras casas: sin poder salir -o con severas restricciones a la movilidad- nuestros cuerpos empiezan a notar el cansancio de no hacer nada. Una de las consecuencias más evidentes, sin que AstraZeneca tenga nada que ver, son los trombos en las piernas por la inactividad que, para colmo, son una de las peores secuelas del propio coronavirus.

La falta de ocio tampoco ayuda. Con los bares que ya no son bares sino 'delivery' y los cines semivacíos, plataformas como Netflix o Amazon Prime Video se han convertido en el objeto de consumo mayoritario para los españoles. También 'La isla de las tentaciones' o los videojuegos, según el gusto de cada cual. Sea como fuere, todos tienen en común que se trata de actividades que se realizan en casa y ni siquiera hace falta compañía (por otro lado, prohibida tajantemente en varias comunidades si no es parte del núcleo familiar). Los ingresos por visitas a monumentos y museos han caído un 80% en el último año y ni siquiera iniciativas como las visitas virtuales gratuitas del Prado o el Louvre animan a salir de casa. Para qué.

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