Ríos de albariño

  • Caius Apicius.

Caius Apicius.

Madrid, 30 jul.- Cuando de niño estudiaba Geografía, me sentía fascinado por los grandes ríos del mundo: Amazonas, Mississippi, Orinoco, Nilo, Níger, Zambeze, Ganges, Yang Tsé, Mekong... Luego hube de aprenderme, del Vístula al Volga, es decir, del Báltico al Caspio, los ríos europeos. Me gustaba.

Fui creciendo, y me di cuenta de que en el Viejo Continente había ríos que llevaban menos agua y eran menos largos que los grandes cursos fluviales de otros continentes, pero en cuyas riberas se producía otro tipo de líquido: se hacían grandes vinos. El Rhin, el Loira, el Ródano, el Garona...

En España, el Ebro, con los cinco afluentes que le entran por estribor y configuran lo que conocemos como la Rioja; el Duero y, naturalmente, los ríos gallegos: el Támega, que va al Duero, mejor dicho, al Douro, con los vinos de Monterrei; el aurífero Sil, que acoge los de la Ribeira Sacra y Valdeorras; el Avia, que da nombre a la capital del Ribeiro...

Y los ríos del albariño: el bajo Miño, del Condado a O Rosal; el Ulla de Macías, Rosalía y Cela y, sobre todo, el Umia, saltarín y travieso en Caldas de Reis y que luego cruza concellos tan sonados en los vinos de las Rías Baixas como Meis, Ribadumia y Cambados, vertiendo sus aguas al mar de Arousa entre estos dos últimos.

A Cambados iremos todos los amantes del albariño el primer fin de semana de agosto, como hacemos desde hace ya más de medio siglo, a festejar al albariño. Una fiesta que impulsaron, allá por los años 50, Álvaro Cunqueiro, José María Castroviejo y Manuel Fraga, y que cada año reúne en la capital del Salnés, que es la cuna del albariño, a decenas de miles de personas que desde el mediodía a bien entrada la madrugada circularán, catavinos en mano, entre las casetas de las distintas bodegas.

Nosotros estaremos un año más, y van veinticuatro, en el jurado de la cata anual, en sus dos sesiones: la cata prima, eliminatoria, y la cata derradeira, a la que sólo llegan doce vinos y en la que se elegirán los tres mejores, que serán proclamados en la comida comunitaria que une a cientos de personas relacionadas con el albariño.

Hay que decir que la cata de Cambados es sólo de albariños. De vinos elaborados exclusivamente con esa variedad, sin mezclas de otras uvas. Catamos los albariños cuando ha pasado casi un año desde la vendimia, cuando ya son vinos que están para beber.

El Consejo Regulador de la Denominación de Origen Rías Baixas, que desde hace unas semanas preside Juan Gil Careaga, marqués de Figueroa y elaborador del primer albariño que lució etiqueta, el Albariño de Fefiñanes, ha calificado de "muy buena" la cosecha del 2011. Lo veremos este fin de semana.

Porque, de momento, nos estamos bebiendo la del 2010, e incluso alguna anterior. Hasta hace unos años, la gente pensaba que había que beber albariños de la última cosecha, jóvenes y frescos. Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que eso podría valer en otros tiempos, de vinos peor elaborados, pero no ahora: el albariño evoluciona para bien en la botella, y da lo mejor de sí mismo en su segundo y su tercer años.

Aún hay quien rechaza albariños de cosechas anteriores a la del año, pero cada vez son menos: la gente sabe que a un gran vino no se le puede pedir sólo frescor y frutosidad, sino una mayor complejidad que adquiere con el tiempo.

Hablamos de los albariños de elaboración tradicional, no de los nuevos albariños madurados en depósito de acero hasta tres años, ni de los que parece que por fin, con un tratamiento sabio, están aprendiendo a mantener una prudente convivencia con la madera, con el roble. En Cambados cataremos los albariños del año, que, si todo va bien, nos beberemos el año que viene.

Albariño. Envuelto en la leyenda, como todos los grandes vinos. Hoy se descarta la teoría de que fueran los monjes de Cluny quienes trajeran sus cepas renanas o borgoñonas y las plantasen a la orilla del océano, en beneficio de la que considera autóctona (todo lo autóctona que pueda ser) a la variedad. Me gustaba más la otra, pero cuando la ciencia se pone prosaica hay que dejar la leyenda, aunque siempre encierre más belleza.

Son los vinos del fin del mundo, los vinos del mar, con un casi imperceptible toque salino, que, lógicamente, se entienden a la perfección con la fauna marina, desde las ostras a los percebes y las centollas, desde los lenguados a las lubinas y los rodaballos.

Vinos, por fin, sin complejos, que pueden plantarle cara, con respeto pero sin achicarse, a los grandes blancos europeos, por la sencilla razón de que el albariño, los albariños, forman parte de la elite de los grandísimos blancos de Europa. Benditos ríos Umia, Ulla y Miño, fuentes de tantas delicias.

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