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Así afrontó el alcalde de Londres la peste negra en 1665 y cómo lo vio un periodista

Así afrontó el alcalde de Londres la peste negra en 1665 y cómo lo vio un periodista
Así afrontó el alcalde de Londres la peste negra en 1665 y cómo lo vio un periodista

En 1665 tuvo lugar uno de los últimos grandes brotes de peste bubónica en Europa. Comenzó en Ámsterdam, a un lado del canal de la Mancha, en 1663, y al parecer había venido desde tierras lejanas como Turquía a través de ratas y pulgas escondidas entre los enseres de los comerciantes y los barcos de mercancías. En 1665 empezó a mostrar su poder deletéreo en Londres. Aparecieron los primeros cadáveres de personas afectadas por bubas negras, y la ciudad y sus alrededores sucumbieron en pocas semanas.

Cien mil personas murieron por culpa de la peste bubónica en Londres. La cuarta parte de su población. Fue seguramente la mayor calamidad sufrida por los londinenses en su historia. Eso sólo podría ser logrado hoy con una bomba atómica, como sucedió con las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki.

La bacteria yersinia pestis pasaba de las ratas negras a los seres humanos por las pulgas, cuando éstas introducían su trompa en la piel humana y regurgitaban los microorganismos infecciosos. Las malas condiciones higiénicas y la ignorancia ayudaron a propagar esta pandemia, achacada a una maldición divina. Producía una muerte dolorosa: se inflamaban los ganglios linfáticos hasta formar bubones (pupas grandes o hinchazones), se ennegrecían, se encostraban y, si no reventaban para supurar, producían una rápida muerte a los enfermos.

En otros casos, la peste infectaba los pulmones y producía graves neumonías, lo cual permitió a la bacteria pasar de un ser humano a otro por contacto aéreo en las explosiones de tos. Los mejores cirujanos de Europa no supieron afrontar con eficacia la peste negra porque desconocían sus causas. Se esforzaron en mitigar sus consecuencias con algo de instinto y escasos resultados, y muchas veces provocando más dolor que sosiego en los pacientes. Los mismos médicos y cirujanos caían enfermos al tratar de curar esta espantosa enfermedad.

Para no contagiarse, atendían a los pacientes enfundados en trajes herméticos, unas largas batas negras hechas de lino impregnado de cera. Sobre la cara portaban unas máscaras con grandes anteojos y de la boca sobresalía un pico alargado relleno de hierbas aromáticas que, según creían, neutralizaban los miasmas y los vapores infecciosos.

Todo lo cual les daba la tenebrosa forma de cuervos humanos que, para muchos enfermos, era el mismo signo de la muerte. Para manipular la ropa de sus pacientes sin tocarlos, los médicos usaban un palo largo y delgado que sostenían con guantes enormes. Hoy esas máscaras y vestidos horripilantes se usan en muchos carnavales de Europa.

Daniel Defoe –autor de 'Robinson Crusoe'–, tenía cinco años cuando la peste azotó a los londinenses. Años después, en 1722, ya periodista, Daniel Defoe recogió informes de la peste negra, declaraciones de testigos, crónicas de supervivientes y recuerdos de familia para escribir 'El diario del año de la peste'. Es uno de los mejores documentos periodísticos de la historia, y fue realizado cuando apenas había periodistas.

Aquella peste pudo ser peor si no fuera por la solidaridad de los habitantes de Londres y la impecable organización de la alcaldía. Según las descripciones de Defoe, sólo había en Londres dos hospitales de apestados (pest-houses), y aunque era verdad que se aceptaban allí exclusivamente a personas que daban dinero o garantías, la mayoría de los que visitaban esas casa de sanación “eran los criados”, enviados por sus amos para que se recuperasen.

Los ricos temían que los criados que vivían en los barrios pobres, donde la contaminación era mayor debido a las malas condiciones de vida, fueran a llevar la epidemia a sus mansiones. Pero en lugar de despedirlos, les pagaban un tratamiento en el hospital, lo cual les daba una alta posibilidad de sobrevivir, a pesar de que ignoraban que el verdadero asesino de masas eran las pulgas.

Los comerciantes también pusieron su grano de arena. "Los maestros artesanos, los confeccionadores y otros, a medida que se lo permitieron sus fuerzas y sus provisiones, continuaron fabricando sus productos para mantener en sus puestos a los pobres, confiando en que, tan pronto como la enfermedad remitiese, ellos tendrían una inmediata demanda en proporción al declive de su comercio en esos días".

Los bandos del Lord Alcalde para crear un cinturón salubre alrededor de las zonas infectadas fueron tajantes porque se cerraban las casas infectadas con sus moradores dentro durante treinta días, durante los cuales se apostaban dos vigilantes día y noche, que hacían las veces de recaderos. Pero antes de abandonar su puesto, estos guardias cerraban las casas con candados. Muchas familias morían porque bastaba que una persona estuviese contagiada para el mal se propagase al resto. No había otra forma conocida de aislar una enfermedad cuyas causas ignoraron los médicos durante siglos.

Defoe cuenta que las carretas para recoger a los fallecidos sólo salían por la noche, y hacían su deprimente faena a esa hora en la que los londinenses estaban reposando en sus hogares. Así se evitaban las escenas de desesperación que influían tanto en el pueblo y lo sumían en el desánimo. "Parecía que los remedios de toda clase que se habían empleado al final habían sido infructuosos, y la plaga se extendía con una furia irresistible; de modo que igual que sucedió con el incendio de Londres un año después, y ardió con tal violencia que los ciudadanos desesperados, entregaron sus destinos para que les extinguiera también a ellos, asímismo la plaga se propagaba con tal violencia que la gente se sentaba a mirarse los unos a los otros, y parecían bastante abandonados a su desesperación; todas las calles parecían estar desoladas, y no sólo porque habían enmudecido sino porque estaban vacías de gente; las puertas de las casas se quedaron abiertas, las ventanas daban golpes por culpa del viento pues nadie las venía a cerrar. En una palabra, la gente empezó a entregarse a sus temores y a pensar que todas las normas y métodos habían sido en vano, y ya nada se podía esperar salvo la desolación universal".

Sobre la respuesta de la población a las situaciones de crisis, el libro de Defoe trae algunos ejemplos sorprendentes. En ningún momento faltaron víveres en Londres. Los mercados estaban plenamente abastecidos y cuando alguien era víctima de una pobreza que le impedía adquirirlos, los medios de la alcaldía y las fortunas de los ricos ayudaron a que, como dice Defoe, nadie muriera de inanición. El precio de los productos de primera necesidad se mantuvo siempre en los mismos niveles de antes de la epidemia, y nunca faltaron "ni pan ni panaderos".

Como tampoco faltaron agricultores que se acercaran a Londres a vender sus viandas y frutos, a pesar de que con ello corrían un grave riesgo y muchos murieron por hacerlo.Todo eso permitía sobrellevar el drama que suponía ver morir a familiares, amigos y vecinos por una causa desconocida, y apenas se registraron escenas de robos y abusos.

Asimismo, muchos comerciantes prolongaban la actividad de sus tiendas más allá de lo soportable para no echar a los empleados, y permitirles compartir los ingresos. Los más pudientes de Londres dieron, además, mucho dinero, provisiones y toda clase de ayudas a los habitantes más desfavorecidos, todo lo cual era canalizado muchas veces a través de los alguaciles. Una de las cosas que nunca se paralizó en Londres fue la navegación comercial.

A pesar de que varios países (entre ellos España), impidieron a los barcos británicos atracar en sus puertos para no recibir la peste, los comerciantes ingleses prosiguieron con testarudez sus actividades hasta que las dársenas eran abiertas. Es llamativo saber cómo el Lord alcalde y su consejo de Regidores asumieron su papel en la gran epidemia de Londres y prometieron a la población que "nunca abandonarían la ciudad sino que estarían siempre a disposición de todos para preservar el orden en cualquier lugar y para hacer justicia".

En esos momentos, miles de personas huían espantadas por la calamidad negra, pero los gobernantes de la ciudad, el Lord Alcalde, sus sheriffs, y sus regidores dijeron que "cumplirían su deber y responderían a la confianza que los ciudadanos habían puesto en sus cargos".

Y para dar más confianza, el Lord Alcalde jamás renunció al contacto directo con el pueblo a pesar de que se exponía a la muerte más espantosa. Obligó a los alguaciles a no dejar la ciudad "bajo pena de severos castigos", y se hizo construir un pabellón en la casa consistorial para atender las peticiones de los londinenses. El alcalde y los sheriffs estaban permanentemente en las calles, "y en los lugares de mayor peligro", y sabiendo lo que suponía eso para su salud, "nunca negaron el acceso de la gente a ellos y escuchaban con paciencia todas las quejas y lamentaciones". Todo ello, según Defoe, "restableció mucho el ánimo del pueblo, especialmente en los primeros momentos de su pavor, cuando se hablaba de emprender una huida en masa que iba a dejar las calles en trance de estar completamente desiertas de sus habitantes, excepto de los pobres, y el país, de ser invadido por vastas multitudes".

Por fin, la peste comenzó a remitir. "Cuando esta desesperación estaba en su punto más alto, fue cuando le plugo a Dios extender Su mano, y amainar la furia de la epidemia de tal manera que fue incluso sorprendente, como lo fue al principio. Y se demostró que era obra de Su mano en particular".

Si un grupo de médicos del siglo XXI hubiera podido viajar al Londres de 1665 en la máquina del tiempo y con un cargamento de penicilina, habrían acabado con la peste en cuestión de días. Habría sido tan fácil…Les habría bastado con señalar que las ratas servían de incubadoras, las pulgas eran sus misiles y que dentro de ellas habitaba un arma de destrucción masiva de tamaño minúsculo llamado yersinia pestis.

Hoy día, a pesar de los pequeños brotes de peste bubónica, la humanidad está a salvo de ese azote por más que algunos novelistas inventen tramas en las que grupos terroristas internacionales amenazan a la humanidad con un ataque masivo de bacterias bubónicas. No volverá a repetirse en esa escala. "Ahora, las calles estaban repletas, y todas estas pobres criaturas que se recuperaban, y siendo justos con ellos, se mostraban muy sensibles con su inesperada situación; y me equivocaría mucho si no reconociera que estaban realmente agradecidos. Pero respecto a la mayoría de la gente, se puede decir de ellos lo mismo que se dijo de los hijos de Israel tras haber sido liberados del cautiverio del Faraón, cuando pasaron el Mar Rojo y miraron hacia atrás para observar que los egipcios eran engullidos por las aguas: que elevaron sus cánticos, pero muy pronto olvidaron los esfuerzos del Señor".

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