El repliegue esconde una retirada ordenada

EEUU y la 'paz blanda' en Afganistán

  • Ha sido la ‘Infinity War’ de toda una generación y no solo de americanos. Una guerra que ha revolucionado la forma de entender los conflictos armados.
Soldados estadounidenses en Afganistán (Foto: Sgt. Michael MacLeod)
Soldados estadounidenses en Afganistán (Foto: Sgt. Michael MacLeod)

Decía el gran filósofo francés del XIX, Joseph Proudon, que ‘la paz obtenida en la punta de la espada, no es más que una tregua’. Cuanta razón hay detrás de estas palabras; que se lo digan a Alemania tras la Gran Guerra, al Irak de Sadam Hussein, en la primera Guerra del Golfo, o al Afganistán de los 80, tras los Acuerdos de Ginebra.

Afganistán ha sido la ‘Infinity War’ de toda una generación y no solo de americanos. Series, películas y documentales han ejercido una influencia brutal en la difusión de un conflicto que, durante 18 años, ha revolucionado la forma de hacer y, sobre todo, de entender los conflictos armados.

La guerra preventiva, la aparición de enemigos no estatales, el papel fundamental de la inteligencia, las acciones encubiertas de las fuerzas de operaciones especiales y la reorganización de todas las agencias de seguridad acabaron con la visión westfaliana de las relaciones internacionales. En buena medida, sin darnos cuenta, transformamos el Estado de Derecho en un Estado de Seguridad permanente.

Pero no solo la guerra ha cambiado durante todo este tiempo. La paz también lo está haciendo y un claro ejemplo lo encontramos en el acuerdo alcanzado entre Estados Unidos y los talibán - o parte de ellos - para poner fin a este conflicto eterno.

El documento firmado supone el fin de más de un año de conversaciones abiertas entre ambos. El acuerdo ha estado precedido por una tregua basada en la disminución, que no erradicación, de los ataques talibanes para así constatar su voluntad negociadora.

Parece que la paz, en este nuevo modelo, es perfectamente compatible con la violencia, siempre que esta sea de baja o media intensidad.

La segunda novedad de la paz del futuro se encuentra en los actores diplomáticos. Por parte americana, el enviado especial, Zalmay Khalilzad, ejemplifica la victoria del Departamento de Defensa frente al Departamento de Estado de los Estados Unidos.

Mientras que el “Exteriores” americano siempre ha estado en un segundo plano, Defensa ha tutelado el procedimiento desde el principio, incluso sirviendo de interlocutor directo con el gobierno afgano y ofreciendo la ayuda militar como principal moneda de cambio diplomática. El poder duro parece haberle ganado la batalla al blando en su propia casa.

El tercer aspecto, y este crucial en la configuración de la paz del futuro, es el reconocimiento como actor de un grupo político-étnico sin identidad estatal. El pragmatismo diplomático americano, desarrollado en el último tercio del siglo XX, llevó a extender las relaciones comerciales en pro del capitalismo, olvidando en cierta manera la importancia política de los Estados. El debilitamiento institucional y la aparición de grupos de poder ajenos al poder político llevó a la aparición de un enemigo inesperado: los actores no estatales. Un ente con la fuerza suficiente como para golpear en lo más profundo de la sociedad americana y sin posibilidad de encontrar un culpable claro, con un territorio definido al que pudiera declarársele formalmente la guerra.

Según el acuerdo firmado en Doha, el Mullah Abdul Ghani Baradar, en representación del difuso concepto de “los talibán”, se compromete a no permitir a ninguno de sus miembros, individuos o grupos, incluido Al Qaeda, usar el territorio de Afganistán como lugar que pudiera amenazar la seguridad de los Estados Unidos o sus aliados. Se obvia así, por no decir se ningunea, la existencia del Estado afgano en su configuración actual, dejando en manos del mismo la gestión posterior de un acuerdo en el que no ha participado y teniendo que lidiar con la facción representada por el Mullah Baradar, o incluso con otras partes no signatarias y que habrá que observar cual será su comportamiento en el futuro.

En cuarto lugar, el acuerdo talibano-estadounidense inaugura un nuevo concepto internacional que podríamos denominar como ‘soft peace’ o paz blanda. Un estado de ‘no guerra’ soterrado, que coexiste con la violencia de baja intensidad sobre un territorio. Para asegurar este compromiso, los Estados Unidos condicionan la retirada de sus tropas a un calendario comprobable de disminución de la violencia, reduciendo en una primera fase los 13.000 efectivos desplegados sobre el terreno a 8.600 en los próximos seis meses, con una retirada total en un periodo de 14. En realidad, el repliegue de los EEUU, lejos de suponer una paz ganada, esconde una retirada ordenada de un territorio, en el que se han dejado más de 2.500 soldados fallecidos y en el que la cifra de víctimas civiles asciende a 35.000 muertos y más de 60.000 heridos.

A las víctimas militares se le une el coste económico de la misma, que se estima en dos trillones de dólares. Una cifra inasumible, incluso para la primera potencia del mundo, en tiempo electoral. Afirmaba Eleanor Roosevelt que no basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla. La Administración americana ha dejado claro que no necesita creer, le basta con querer o necesitarla.

La posición estadounidense deja en un lugar muy delicado al gobierno afgano de Ashraf Ghani Ahmadzai. Un país altamente dependiente de la ayuda exterior, con serios problemas de seguridad interna y con un enemigo que crece, distrito a distrito, en la búsqueda de su unión geográfica. La situación tiene sus derivadas no solo en Afganistán, también en Pakistán, e incluso en Uzbekistán y Tayikistán, países con representación pastún entre su población.

El 11-S inauguró un nuevo concepto de la guerra y un cambio sustancial en las relaciones internacionales, superior incluso al producido tras la caída del Muro de Berlín. Desde entonces, la guerra no ha sido la misma y probablemente la paz tampoco sea tal y como la concebíamos. Solo el tiempo dirá si Proudon tenía razón y la paz obtenida en una mesa en Doha no esconde simplemente una tregua en un país cuya seña de identidad es, precisamente, su contrario: la guerra desde hace siglos.

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