La caída del muro o el fin de la construcción más fea, gris y brutal que había visto en mi vida

  • Un escritor recuerda su primera visita al Berlín Oriental en 1971 y cómo presenció la caída del comunismo en la entonces Checoslavaquia en 1989
El muro de Berlín dividió a Alemania durante casi 30 años | Flickr (onlinehero)
El muro de Berlín dividió a Alemania durante casi 30 años | Flickr (onlinehero)
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Pete Hamill | GlobalPost para lainformacion.com
Pete Hamill | GlobalPost para lainformacion.com

Vi el Muro de Berlín por primera vez en 1971. Llevaba construido unos 10 años, y aquello era la estructura más fea que jamás había visto: gris, brutal, despiadada, implacable. A diferencia de los muros levantados alrededor de las antiguas ciudades europeas (y la que ha sido propuesta para la frontera de EEUU con México), éste no estaba hecho para mantener a la gente fuera, sino para confinar en su interior a la gente de Alemania Oriental: si intentaban abandonar el paraíso de los trabajadores, acababan en las mazmorras o en la tumba. Solo los estalinistas podían haber construido ese símbolo tan vil; gente con corazones y mentes a base de certezas inequívocas.

Un amigo y yo lo cruzamos a través de Checkpoint Charlie, un proceso que recordaba al de visitar a alguien en la cárcel de Leavenworth. Los rostros de los guardias estaban tan pálidos como el muro. Una mujer de Alemania Oriental delante de mi regresaba de visitar a unos parientes en Alemania Occidental. Tenía un hatillo, que un guardia registró. Entre otras cosas, llevaba una barra grande de chocolate Cadbury, y el guardia empezó a romperla en trocitos. Seguro de que la mujer no llevaba camuflada una M-16, la miró como desafiándola, gruñendo: Venga, di algo. Ella recogió sus cosas y continuó en silencio.

Cinco metros de alto

El Gran Muro de Protección Antifascista tenía unos cinco metros de alto, y en algunas partes tres metros de grosor. En el lado comunista el aire se sentía cargado de una neblina de control y paranoia. A medida que comenzamos a caminar ese día tan lejano la ciudad se reveló casi como el escenario de una película distópica, con su arquitectura totalitaria dominante y anónima hecha para parecer permanentemente inexpugnable.

Las calles estaban casi vacías, sin niños jugando o amantes paseando, o trabajadores caminando hacia un bar amigo. Eran como una escena pintada por De Chirico, sin los colores cálidos. Las pocas caras que se veían era puro George Grosz, agarrotados por rabia reprimida, como si hubiesen viajado en el tiempo desde la república de Weimar en la década de 1920. En mi espantoso alemán de instituto intentamos preguntar unas direcciones a un hombre, que echó una mirada furtiva para ver quién había en la calle. Se marchó en silencio.

Nos largamos pronto. En alguna parte de esa medio-ciudad debía de haber risas, ironías, dudas. Pero ese día no vimos ninguna señal de tales impulsos humanos. En vez de eso, se podía ver una torre gigante de televisión, elevándose entre el silencio de hormigón, como si fuese un misil intercontinental diseñado para promover la estupidez invencible. Deseé no volver allí jamás.

Dieciocho años más tarde, en el extraordinario 1989, regresé. Mi mujer Fukiko y yo habíamos estado en la centenaria ciudad de Praga durante varias semanas, escribiendo sobre la caída del comunismo en Checoslovaquia.

El cambio llega a Checoslovaquia

Día tras día, y durante muchas noches, nos movimos en compañía de hombres y mujeres intrépidos, sonrientes, que ya habían tenido suficiente. Se reunían en un pequeño teatro llamado Laterna Magika para escuchar a los líderes de la revuelta, entre ellos a Vaclav Havel. Escuchaban rock and roll. Enviaban boletines a través de fax (no había portátiles todavía) y publicaban periódicos mimeografiados para rectificar las mentiras de la prensa oficial. Sus demandas de libertad tenían toques de burla y risa. Se reunían en enormes concentraciones en la plaza Wenceslas, donde se podía ver a viejos con lágrimas en los ojos mezclándose con los jóvenes.

Algunos días recorrí a pie el largo camino empedrado hacia el castillo de Praga. Mozart había hecho esa ruta, al igual que el pintor Oskar Kokoschka y Franz Kafka, que convirtió ese castillo en el símbolo de los oscuros poderes del estado. Una mañana vi, justo detrás de los guardias armados, a los estalinistas llegando en limusinas y entrando apresuradamente en el castillo. A medida que la crisis empeoraba, ellos aparecían cada vez más en la televisión estatal. Parecían arzobispos que dejan de creer en Dios. Se peleaban por las limusinas en las plazas de aparcamiento. Cuando estuvo claro que Mijaíl Gorbachov no enviaría los tanques rusos, perdieron. Se acabó la era estalinista.

El 11 de diciembre una última muchedumbre se reunió en la plaza. Más de 200.000 personas, jóvenes y viejos, mujeres y niños, e incluso soldados del Ejército checo haciendo la señal de la uve con sus manos enguantadas. Entre sonrisas, lágrimas y abrazos comenzaron un cántico abrumador: ¡HAVEL NA HRAD! ¡HAVEL NA HRAD! (¡Havel al castillo!). Havel, un dramaturgo; Havel, que se había pasado media vida en cárceles estalinistas; Havel, que parecía avergonzado. Y así fue. Hacía tiempo que muchos de nosotros no éramos testigo de un final feliz.

Unos cuantos días después Fukiko y yo viajamos a Berlín. Todos los regímenes comunistas se tambaleaban, incluso Alemania Oriental, con sus mentiras y sus informadores de la Stasi. Llegamos una mañana de lluvia copiosa y helada. Un traductor nos condujo a Berlín del Este, en donde teníamos una reserva de hotel. Los guardias parecían resignados. Ya no destrozaban las barras de chocolate. Pasamos los controles y entramos en un coche. Llovía con más intensidad. Fue entonces cuando vi una larga fila de gente, unas 300 personas, resguardándose bajo paraguas o simplemente dejando que la lluvia les cayese encima. La fila recorría al menos dos manzanas.

 "¿Qué es esto?", pregunté al conductor. "¿Están haciendo cola por comida?".

 "No", me contestó. "Hoy es el primer día en que recibimos libros desde Occidente".

Eso es lo que cayó. A lo largo de todo el mundo comunista de aquellos días, pequeños hombrecillos desagradables imponían sus reglas. No querían que hubiera opciones, dudas o preguntas.

Pete Hamill es ensayista, periodista y escritor. Lleva más de 40 años trabajando en periodismo internacional en lugares como México, Vietnam, Nicaragua e Irlanda del Norte.

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