"Llevé a mi suegro a hombros durante los 32 días de travesía desde Siria a Hungría"

    • Ahmad llevó a hombros a su suegro durante los 32 días de travesía desde Siria hasta Hungría.
    • Otro joven sirio señala que viajan hasta 150 personas en barcazas, llenas de niños.
Una familia en Roszke
Una familia en Roszke

El corazón se le encoje a uno cuando pasea por el campo de refugiados de Röszke. Una explanada llena de basura y tiendas precarias en medio de la nada es el lugar inhumano en el que miles de personas esperan para continuar su camino hacia Alemania o para llegar a un horroroso centro de acogida húngaro. Tras pasear durante horas por el campo, los refugiados pasan a ser Mohammed, Ahmad y Mahmood.

Un hombre de unos cincuenta años sentado en el suelo con unas muletas llama mi atención. Me detengo y le miro. Me mira y se toca el pecho. Es Mohammed. En ese momento, su nuero Ahmad, me mira. Intento comunicarme con ellos, pero es difícil. A la barrera lingüística que nos separa se suma otra, toda la familia padece una enfermedad que afecta a su capacidad para hablar. Pese a las barreras logro conocer su desgarradora historia.

Llevan un día en el campo de Röszke. La policía húngara les interceptó al entrar en el país y les llevó a esta explanada que se ha convertido en un campamento improvisado y que está en el lugar donde las vías de tren cruza la valla que Hungría está construyendo a lo largo de su frontera. "32 días", me dice con los dedos para indicarme el tiempo que llevan de travesía. Le pregunto por su suegro, y otra vez con señas, escenifica que se echa un mochila a su espalda y señala a Ahmad. Durante los 32 días de travesía ha cargado con su suegro a hombros. En ese momento me mira su mujer y señala sus pies. Las mujeres que llegan a este campamento lo hacen con los pies hinchados tras caminar horas, días, bajo un sol abrasante. También se toca la cabeza. Llevan muchas horas en el campamento esperando y hoy el sol quema. Sin agua ni alimentos sobreviven en este infierno del que todos quieren salir pero nadie sabe cuándo. Les ofrezco agua y la rechazan. Insisto, dos, tres y hasta cuatro veces. Finalmente aceptan la botella. Si algo tienen en común las más de diez familias con las que he hablado desde que estoy en Hungría, es su nobleza. No han elegido vivir esta guerra ni son parte de ella. No quiere dinero. Solo buscan volver a vivir, ser personas de nuevo.

Me detengo para fotografía una una de las montañas de basura que se acumulan en el campamento. De repente, una voz me pregunta por qué hago esa foto si este lugar es tan feo. Es un joven de 18 años, que no me dice su nombre ni quiere que tome una instantánea suya. "Alepo lleva más de cuatro años en guerra y allí todo son problemas", explica. Como muchos de los que están aquí, su destino final es Alemania. "Estuve un año viviendo en un campo en Turquía", asegura. La situación en los centros de acogida está tan deteriorada que muchos de los que allí llevan meses viviendo han decidido huir. Como la mayoría lo ha hecho a través del mar Egeo, subido en una barcaza con otras 150 personas a bordo. "Es muy peligroso y viajan muchos niños. Si no sabes nadar, te mueres", dice con contundencia.

Cientos de personas se agolpan en Roszke con la esperanza de continuar su viaje hacia Alemania, pero no es tan fácil. La mirada se nubla cuando uno los ve cara a cara. La angustia, el sufrimiento, el desamparo se refleja en sus rostros. Cautivos, impotentes, víctimas de un destino: nacer donde nacieron, huir como han huido.

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