Medellín vuelve a ser una ciudad sangrienta

  • Sus ciudadanos describen un día a día aterrador en medio de la guerra de las grogas.
Nadja Drost | GlobalPost

MEDELLÍN, Colombia —Luis Serna Varela, de 13 años, no se pudo salvar ni siquiera con su propia premonición.

Le preocupaba verse en medio de un tiroteo o con el dedo en el gatillo de una pistola. Era otro adolescente más, incapaz de escapar fr la guerra de pandillas de su barrio en las colinas de Medellín. Una mañana le dijo a su madre: “¿Por qué no nos vamos de aquí?”.

Ahora es demasiado tarde. Su madre no puede más que preguntarse que podría haber hecho para cambiar las cosas. Era enero. Luis fue a comprar queso y huevos para preparar el desayuno cuando fue alcanzado por una bala perdida.   

Una nueva víctima en una ciudad donde los niños de 10 años portan armas y donde la policía –también conocida como funeraria ambulante- recorre las calles recogiendo cadáveres.

Durante algunos años daba la impresión que la ciudad había encontrado el camino hacia la normalidad. En el 2003, miles de paramilitares de derecha comenzaron a desmovilizarse y el gobierno se puso como prioridad mejorar los servicios básicos. La tasa de homicidios cayó en picado.

Ahora, el baño de sangre ha regresado.

“Hay más de todo ahora. Hay más gente, más dinero y más drogas”, afirma Jaime,  seudónimo de un traficante que se encarga de varios de los barrios más violentos de la ciudad.

Según el Instituto Nacional de Medicina Forense, el año pasado los asesinatos crecieron un 100 por ciento, hasta 2.899 personas. La ciudad cuenta con 2,5 millones de habitantes. Detrás de la violencia se esconde la lucha por el control del comercio de la droga entre dos facciones enemigas de la “Oficina de Envigado”, una red de grupos criminales.

Los residentes y los líderes comunitarios, que no quieren dar su nombre por motivos de seguridad, pintan un panorama aterrador de la vida en medio de la guerra del narcotráfico.

“Hay chicos en el instituto que no pueden cruzar de una calle a otra porque podría haber un tiroteo”, afirma Juan Pablo Mora, de 25 años, vecino del peligroso barrio de Santo Domingo. Mora lleva a cabo proyectos sociales con los monjes franciscanos.

Cada vez hay más grupos de delincuentes que extorsionan y exigen dinero en los comercios y a los conductores de autobuses. La práctica es conocida como “la vacuna”. Las mujeres jóvenes que se niegan a ser novias de los mafiosos pueden acabar muertas y los niños y mujeres a menudo son usados para transportar armas o drogas.

Las mafias han intensificado sus esfuerzos para captar a jóvenes ya que los constantes asesinatos hacen disminuir el número de sus miembros. Jaime tenía en su grupo a 15 de los 150 hombres asesinados en los últimos cuatro meses. Una madre explica que los paramilitares le pidieron a su hijo de 22 años que hiciera un trabajo para ellos. “Cuando se negó, le dijeron que se marchara o que se quedara si quería que lo mataran”, explica la mujer. Su hijo abandonó Medellín.

Hay muchos casos como éste. La oficina del defensor del pueblo de Medellín contabiliza 2.650 personas que se han visto obligadas a abandonar la ciudad, un 90 por ciento por amenazas directas. Jaime dice que los grupos de narcotraficantes como el suyo a menudo tienen que castigar a sus rivales asesinando a sus amigos y familiares. “La gente a veces está en el lugar equivocado”.

La creciente violencia ha llevado a un grupo de ciudadanos influyentes de Medellín a pasar varios meses visitando las cárceles y contactando a los intermediarios de las mafias para lograr un cese el fuego. Los mediadores lograron una tregua que comenzó el primero de febrero, después de la cual los asesinatos se redujeron un 50 por ciento, según la prensa colombiana. No obstante, a mediados de marzo, el pacto colapsó y los homicidios han vuelto a los niveles de antes.

Desde entonces, uno de los líderes de la Oficina de Envigado se ha distanciado del grupo. Las autoridades han aumentado los esfuerzos para capturar a los delincuentes, lo que ha provocado que más de 150 mafias de la droga estén inmersas en una reorganización, afirma Jaime Panesso, miembro de la comisión negociadora de ciudadanos.

Ante este nuevo escenario de inseguridad, las autoridades enviaron el año pasado más soldados a Medellín. La policía espera ahora 1.300 refuerzos, además de los 900 oficiales despachados a la ciudad el año pasado, según las autoridades.

Algunos residentes apoyan a la policía. Otros temen que se conviertan en una parte del problema. Varios residentes dicen que han sido víctimas, o testigos, de violencia y amenazas por parte de la policía que, en lugar de combatir las mafias, colabora con ellas.

Jaime dice que a veces llama a los comandantes de policía para pedirles que retiren a las patrullas de las zonas donde su grupo se dispone a realizar una operación. Después del trabajo, Jaime señala que algunos policías se cambian de uniforme, se ponen máscaras y usan las armas que les dan los narcotraficantes para matar. Su testimonio es corroborado por varios residentes.

“Hay muchos policías que trabajan para nosotros como civiles”, afirma. La policía nacional de Colombia no ha autorizado al jefe de policía de Medellín para dar una entrevista.  

Para ayudar a las autoridades a capturar a quienes están detrás de la ola de violencia, el presidente Álvaro Uribe propuso en enero pagar 50 dólares al mes a unos 1.000 estudiantes ‘informantes’ a cambio de compartir información con las autoridades.

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