El miedo y los militares vuelven a tomar las calles de Chile tres décadas después

Destrozos en Santiago de Chile en la cuarta jornada de protestas
Destrozos en Santiago de Chile en la cuarta jornada de protestas
EFE

Uno de los grandes aciertos de Isabel Allende cuando escribió 'La casa de los espíritus' fue reflejar la torcida historia de Chile durante el siglo XX a través de las complejas relaciones de cuatro generaciones familiares que evidencian la lucha eterna entre la revolución y la represión, entre el liberalismo y el conservadurismo. Pero su novela, escrita en en 1982 (en plena dictadura), también supone una referencia constante al golpe de Estado que propició el ascenso al poder de Augusto Pinochet y el suicidio de Salvador Allende -primo del padre de Isabel- después de que el Palacio de la Moneda fuese bombardeado por el Ejército sublevado.

Esta semana el Ejército leal al presidente de Chile, Sebastián Piñera, ha vuelto a tomar las calles no solo de Santiago, sino de las principales ciudades del país ante el temor a que la revuelta iniciada por la subida por el precio del metro se convierta en una auténtica revolución. Un miedo que también se extiende entre la población, especialmente los más memoriosos, que aún asocian al Ejército con la represión, las torturas y los improvisados campos de concentración en estadios de fútbol. 

La dictadura de Pinochet se alargó hasta 1990 y  la presencia de militares fue sinónimo de terror entre la población. Durante esos 17 años se cometieron graves y diversas violaciones de los derechos humanos: Pinochet persiguió a izquierdistas, sindicalistas, socialistas y otros críticos políticos, lo que provocó el asesinato de entre 1.200 y 3.200 personas, la detención de unas 80.000 personas y la tortura de decenas de miles de civiles. 

"Estamos en guerra"

En este caso, el detonante de la salida del Ejército a las calles no ha sido un golpe militar, sino una protesta social que se extiende como la espuma por todo el país y que ya ha dejado 15 muertos. Impotente e incapaz de contener los disturbios, incendios y saqueos, Piñera no ha encontrado otra solución que imponer el toque de queda y decretar el estado de emergencia en la mayoría de las capitales de Chile. Unas medidas drásticas que dejan la seguridad de los chilenos en manos de los militares y con los Carabineros y la Policía de Investigaciones (PDI) a las órdenes de las Fuerzas Armadas por al menos 15 días.

El problema es que la historia nos recuerda que cuando el presidente de un país sudamericano se declara "en guerra" contra el pueblo que protesta, suelen producirse violencia y cambios sociales drásticos en el país. Estamos en "guerra contra un enemigo poderoso que está dispuesto a usar la violencia sin ningún limite. No va a ser fácil pero vamos a ganar esta batalla", decía Piñera el pasado fin de semana en un diario chileno.

De hecho, la crisis social que vive Chile estos días contrasta con la imagen de reputado centro internacional de negocios de su capital, Santiago, que en los últimos años ha visto cómo la ciudad atraía a numerosas empresas e inversores extranjeros. Entre otras cosas, porque el PIB del país lleva acumulando un crecimiento sostenido del 5% anual de media desde que llegó la democracia en 1990. En este sentido, una frase de Piñera pronunciada a principios de octubre resume la confianza del país en materia macroeconómica, tanto en Santiago como en el resto de la nación: "Nuestro país es un verdadero oasis". Entonces, cabe preguntarse: ¿por qué protestan los ciudadanos?

Entre otras cosas, porque entienden que la bonanza económica de Chile es precisamente eso, un oasis: a pesar de que hay miles de empresas extranjeras asentadas en el país (entre ellas, casi 400 españolas, según los datos del ICEX), la desigualdad de la riqueza es uno de los aspectos que más preocupan a la población. En realidad, Chile es el país más desigual de los que forman parte de la OCDE, justo por encima de México, Estados Unidos y Turquía. Una situación que se agrava con el aumento progresivo del coste de la vida y que se puede evidenciar en algo tan aparentemente nimio como el precio del billete de metro.

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