Mansiones para refugiarse del virus

La piscina como símbolo de desigualad

Los urbanitas neoyorquinos remodelan sus residencias de veraneo en la costa dorada atlántica para aislarse.

Efe
Un club privado en los suburbios de Nueva York.

La recuperación será desigual. Está tan asumido que por los economistas, que aparece ya destacado en los títulos de los informes que explican el estrés que crea la pandemia. Si eso se extrapola a la economía real, la divergencia con forma de letra "K" se ve en las camionetas pickup que recorren Long Island, Connecticut y Cape Cod. Son los destinos preferidos de los neoyorquinos en verano en el Atlántico y hacia donde escaparon para refugiarse del virus.

Los nombres de las empresas que lucen en las puertas da la primera pista de esa disparidad. Son contratistas especializados en la remodelación de casas y hacen el agosto desde junio instalando piscinas en las mansiones de veraneo. Mientras, en la ciudad de Nueva York, se abrirán con suerte 15 albercas al público. El alcalde no tiene dinero para que los vecinos con menos recursos que quedaron atrás puedan darse un baño para refrescarse los días de calor húmedo.

Ir a nadar es una odisea. El temor a la propagación del virus llevó a las autoridades locales a reducir en el mejor de los casos la capacidad en las piscinas y a aplicar nuevas reglas para preservar el distanciamiento social. Las visitas a los parques se dispararon en las últimas semanas. "No tenemos otra opción", comenta Joanne Ortiz, que no ve la hora de poder llevar a sus hijos a la piscina en cuanto abran. 

Esta madre de tres tiene claro que tendrá que armarse de paciencia. Las colas serán largas. Para ordenar el caos, se están estableciendo turnos en bloques de dos horas para nadar. Hay que registrarse antes. Los aventurados que van la playa se topan con la sorpresa de que el acceso a los espacios públicos se limita a los residentes en las zonas donde tienen casas las rentas más altas.

La línea de costa de Long Island, Connecticut y Nueva Inglaterra es de las más exclusivas en los Estados Unidos. Las ventas de mansiones están por las nubes en localidades como Nassau o Westport. El virus hizo que los que tienen más se replantearan sus vidas y buscan opciones que les permitan aislarse. La piscina pasó así de ser un bien de lujo a una necesidad frente a la nueva amenaza para los más aventajados.

Tener una piscina era visto como algo ineficiente y ostentoso, que no casaba con los valores de la comunidad. Ahora, en el verano del confinamiento, con los niños en casa y sin niñera, es más que una opción para evitar el contacto. La plataforma Pinterest está repleta de "ideas personalizadas" para instalar una en el jardín "perfecta para zambullirse" o casas "listas para comprar" que ya la tiene.

Dependiendo del espacio que se tenga en la propiedad, una piscina de seis metros de ancho por doce de largo puede costar mínimo 75.000 dólares instalarla. Eso en un trozo de terreno que esté plano y si se encuentra a un contratista que abra hueco en su agenda de trabajo. Las ventas en las tiendas locales que ofrecen materiales para las piscinas crecen al ritmo las fracturas por saltar desde el trampolín.

La demanda llega al extremo de que el gobernador de Massachusetts, por ejemplo, incluyó la instalación de piscinas en la lista de negocios consideradores esenciales. Este frenesí contrasta con la situación de las personas sin recursos, las más castigadas por la recesión. Solo en la ciudad de Nueva York se perdieron un millón de empleos y una cuarta parte de los inquilinos lleva desde marzo sin pagar el alquiler.

El precedente de la Gran Depresión

El profesor Andrew Kahrl, autor de 'Liberar las playas', entiende que las autoridades adopten medidas en nombre la salud pública para contender la dispersión del virus. Pero advierte de que las restricciones en ciertas las playas, combinado con el cierre de piscinas, crea una exclusión para las familias de bajos ingresos, principalmente de color, que favorece principalmente a comunidades blancas y con dinero.

"Esto pasó antes", recuerda, citando el verano de 1929. Como en esta pandemia, los urbanitas neoyorquinos huyeron en masa hacia la costa dorada de Connecticut buscando refugio conforme EEUU se hundía en la Gran Depresión. Se restringió también entonces el acceso a las playas y se prohibió a los no residentes registrarse en los clubs. La historia se repitió tres décadas después en Long Island.

Es una situación irónica si se piensa que las piscinas emergieron tras la Segunda Guerra Mundial como espacios comunes para los que menos tienen. La expansión de la vida en los suburbios hizo que la instalación de piscinas se acelerara y los bancos locales concedían incluso préstamos creados para la reforma de las viviendas. Hasta que se convirtió en un lujo reservado para las rentas más altas.

Los agentes inmobiliarios desde los Hamptons a Newport comentan que las propiedades que reciben más solicitudes son las que tienen piscinas o un acceso directo a la playa. Muchos neoyorquinos lo hacen pensando en instalarse con carácter permanente. Kahrl insiste mirando al pasado que la posibilidad de disfrutar del verano fuera de casa no puede ser determinada por el lugar que uno ocupa la clase social.

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