La ruleta puede dispararse

El virus y el petróleo acorralan a Putin: ¿será Rusia el próximo Estado fallido?

  • El descontento social por una pandemia descontrolada, el hundimiento del precio del crudo y un rublo devaluado no hacen presagiar nada bueno.
¿Será Rusia el próximo Estado fallido?. / EFE
¿Será Rusia el próximo Estado fallido?. / EFE

El 26 de marzo pasado, un contingente de 22 vehículos medicalizados y más de 100 militares especializados en virología y epidemiología se abrían paso por las calles de Bérgamo. Su misión era instalar, en el aeródromo de Orio al Serio, el primer centro de operaciones italo-ruso en la lucha contra la pandemia.

El convoy, escoltado por los Carabineri, ondeaba la bandera tricolor de la Federación Rusa. Moscú desplegaba al mundo entero el significado de los tres colores de la época de Pedro el Grande: rojo para la soberanía, azul por María, madre de Dios y protectora de Rusia, y el blanco que encarnaba la libertad. La fotografía era todo un reflejo del poderío ruso frente a la necesidad europea.

Muchas veces las noticias pueden pasar desapercibidas. La desinformación siempre intenta centrar el objetivo en otro punto, geográfico o mediático, para distraer la atención. Hoy, Moscú ostenta una de las mayores tasas de crecimiento del coronavirus en el mundo. La tasa de contagio no baja de los dos dígitos desde hace tres semanas. El número de ciudadanos afectados aumenta exponencialmente y supera la cifra de 6.000 nuevos casos diarios. Hasta el momento, se contabilizan más de 70.000 personas contagiadas que contrastan con una baja y sorprendente cifra de fallecidos, que las autoridades nacionales cifran en 555 personas.

Al igual que Madrid, Moscú parece ser la zona cero de la particular experiencia rusa con el virus, si bien el Covid-19 alcanza ya a 78 regiones. Rusia no ha podido escapar de la pandemia, que de hecho recorre como un huracán su basto territorio. Las tímidas críticas hacia la gestión de Moscú comienzan a dejarse escuchar. Los sanitarios, al igual que en Europa, son el colectivo que lucha en primera línea de un frente que no tiene límites. Los principales ataques al ejecutivo van desde la escasez de material de protección a la falta de fiabilidad de los test que dictan la suerte ciudadana. Son los mismos problemas y equivocaciones que aparecen al otro lado del río Volga, pero en su caso con un sistema sanitario repartido en más de 17,1 millones de km2.

A las críticas internas se le une la desconfianza de sus vecinos y, concretamente, de la República Popular China. Cuando las cifras del gigante asiático comenzaban a mostrar que la pandemia estaba "oficialmente" casi erradicada de su territorio, la frontera con Rusia comenzó a convertirse en un foco de infección. La señalada fue la ciudad de Vladivostok y su vecina Suifenhe, localidad que lidera el ranking de casos importados. Un aspecto que asusta a Pekín por la imprevisibilidad de su propagación.

La reacción del régimen chino fue la esperada. Cierre de la frontera con Rusia y confinamiento estilo Wuhan a la pequeña Suifenhe. Si algo ha demostrado este virus es la relación multiglobal que existe entre una economía y otra. Así, a los pocos días, Manzhouli, Shanghai y Harbin se unían a la lista de ciudades que registraban casos importados de Rusia a lo largo de los más de 4.000 kilómetros de la frontera que comparten los, a veces, aliados y, frecuentemente, adversarios.

Las catástrofes nunca vienen solas. A la gran pandemia de nuestro siglo se le une la gran crisis del petróleo que tiene en Rusia su parte más perjudicada. La exportación de crudo es imprescindible para asegurar la economía del país. La gran dependencia del erario ruso de las ingentes ventas de este mineral, hace que este factor pueda suponer un cisne negro, pero con efectos devastadores, en la economía de Moscú.

Rusia trató de doblegar el brazo de Arabia Saudí en un intento suicida de competir con el gran gigante del oro negro. Lo hizo compitiendo exactamente con lo que mejor sabe hacer Riad: producir petróleo. Es una carrera que puede aguantarse quizá unas semanas o como mucho unos meses, pero, incomprensiblemente, a la cúpula del Kremlin parece habérsele olvidado que el petróleo saudí brota a escasos centímetros de la tierra. Su producción es mucho más barata que perforar la tundra siberiana. En tan solo tres semanas el resultado ha sido que el precio se derrumbe, comprometiendo seriamente a la economía rusa. La prometida transformación económica de Vladimir Putin tendrá que esperar y afrontar primero las consecuencias sociales y económicas del mundo postcovid.

Para más desdicha, el rublo, arrastrado por el precio del petróleo, cotiza por los suelos.

Es un efecto idéntico al sufrido en 1998, cuando el barril de petróleo se vendía a 18 dólares y el rublo perdió más del 70% de su valor. Es la relación causa - efecto de las grandes potencias. En la coyuntura actual un rublo ruso vale apenas 0,012 euros y 0,013 dólares. Las previsiones no son nada optimistas. Según un estudio de Bloomberg, la divisa rusa podría caer más de un 40% si la crisis del coronavirus continúa golpeando despiadadamente a sus principales compradores de energía y productos manufacturados.

En línea con la debacle que parece anunciarse, la compañía privada rusa Rosneft vendió el pasado mes de marzo todos sus activos en Venezuela. Las presiones estadounidenses para aislar al régimen de Nicolás Maduro podrían estar detrás de esta operación, pero también las necesidades urgentes de Vladimir Putin de contar con recursos en cualquier punto del planeta. La venta se restringirá a compañías públicas internacionales rusas, entiéndase, Moscú, que evitaría de esta manera las sanciones americanas y podría vender el petróleo en los principales mercados.

Una buena estrategia que, sin embargo, no encontrará, al menos en el corto y medio plazo, comprador, debido a la reducción de la demanda y la ingente oferta petrolífera que inunda el mercado, además de llenar los océanos de petroleros sin rumbo fijo en espera de un momento más propicio para descargar su devaluado producto.

La ruleta rusa puede dispararse

En los próximos días, el Kremlin deberá incrementar las medidas de confinamiento y control para los más de 140 millones de rusos que habitan dentro de sus fronteras. Descontento por una pandemia descontrolada, petróleo por los suelos y un rublo devaluado no hacen presagiar nada bueno. La ruleta rusa puede dispararse multiplicando por mil los ya devastadores efectos geopolíticos que vivimos. El panorama hace surgir en el horizonte las características de los Estados fallidos. Aquellos que normalmente asociamos con grandes guerras y revoluciones, donde imperan las mafias y las organizaciones terroristas que utilizan su territorio como paraíso penal al estilo libio o sudanés.

Sin embargo, los auténticos Estados fallidos son aquellos en los que los acontecimientos superan las capacidades de respuesta del gobierno. Si algo ha demostrado Rusia es su poder de control sobre una población heterogénea, pero unida sobre la base de la riqueza. El sueño ruso no entiende de términos medios. Todo o nada. La riqueza se mide en miles de millones. Sin ellos, el eje vertebrador de la nueva ‘realpolitik’ rusa podría quebrar, como ya lo hizo en 1991 sin necesidad de una guerra.

El 23 de abril se cumplieron 35 años del histórico discurso de Mijaíl Gorbachov en el que anunció al mundo un proceso transformador del comunismo: la Perestroika. Uno de sus principales vectores fue la ‘Glásnot’, por la que la transparencia se iba a imponer poco a poco en el régimen soviético. Fue precisamente la información la que puso de manifiesto la imposibilidad de un sistema basado en el oscurantismo. Tres décadas y media después, la transparencia tampoco parece brillar sobre el cielo de Moscú.

Mientras, en Bérgamo y ajenos a todo, cien militares rusos se han convertido en esenciales para combatir la crisis pandémica en Lombardía. A 1.600 kilómetros de allí la bandera tricolor sigue ondeando y esperando no necesitar urgentemente que este contingente se incorpore urgentemente al trabajo en un país que, de momento, simplemente falla.

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