"Una brutal embestida de agua entró a través de la ventana", cuenta un superviviente del terremoto en Chile

  • Juan Cristóbal Sotomayor estaba el 27 de febrero de 2010 en Chile, de paso por la isla Juan Fernández. Las gigantescas olas se llevaron la casa donde dormía esa mañana del terremoto, donde murieron más de 500 personas . "Objetos perdidos" es el libro en el que Sotomayor narra todo lo que allí vivió. El cuerpo de su pareja Angélica nunca apareció. Te mostramos un fragmento del libro publicado por El Mostrador, en colaboración especial para lainformacion.com.
El mar arrasó con la isla Juan Fernández en Chile
El mar arrasó con la isla Juan Fernández en Chile
lainformacion.com
Alejandra Carmona | El Mostrador para lainformacion.com

Juan Cristóbal, abogado, tiene un gordo manuscrito en sus manos. Se llama "Objetos perdidos".

La mañana siguiente al maremoto en la Isla Juan Fernández, el lugar se llenó de piezas pequeñas de las vidas de otros. Había cepillos de dientes, zapatos, fotografías, ollas, mientras él caminaba por encima de todo eso tratando de encontrar algo: la cabaña dónde dormía junto a su pareja esa madrugada, un vestido quizás. A la propia Angélica.

No encontró nada. Para no equivocarse ni alterar todo lo que sintió esa madrugada y los días que sobrevinieron a esa primera jornada de horror, escribió 40 capítulos y cambió el nombre de los protagonistas.

Este 27 de febrero, cuando las autoridades hicieron sus propias conmemoraciones, él estuvo sentado en Juan Fernández mirando el mar.

Fragmento de "Objetos perdidos"

Tomás despertó gritando a mitad de la noche. Como si alguien lo hubiese sacado de un sueño con violencia, abrió los ojos sin entender qué estaba ocurriendo, pero con la intuición exacta, comprobaría luego, de que algo espantoso estaba a punto de comenzar.

Asustado, vio a su lado a Cecilia despierta, sentada sobre la cama, intentando comprender la razón del movimiento de la cabaña.

Tomás reaccionó a medias.

-¡Está temblando, mi amor! ¡Y fuerte!

Ella no respondió. De seguro lo estaba sintiendo desde hace bastante rato, en silencio, tratando de sacar algún tipo de conclusión al respecto. Su rostro estaba pálido.

Tomás saltó de la cama y al apoyar su pie sobre el suelo sintió algo que lo descolocó: el piso estaba inundado. Y no era que la alfombra que cubría el piso de la pequeña cabaña de madera que habían arrendado siete días atrás estuviese húmeda, sino que el pie de Tomás estaba hundido en un inexplicable charco de agua fría, agua que bailaba al vaivén de los bruscos movimiento que seguía experimentando la casita.

-¡Esto no es un terremoto! -pensó en voz alta, seguramente sin sopesar si su comentario tranquilizaría a Cecilia o (como era de suponer) la asustaría aún más.

-¡Vístete! ¡Rápido! -continuó- ¡Hay que salir de aquí! ¡Rápido!

Cuando sintió que Cecilia se le acercaba, Tomás se precipitó sobre la puerta de salida e intentó abrirla. Pero descubrió que estaba trabada. El agua se filtraba por las rústicas tablas de las paredes y circulaba por los pies de la desconcertada pareja, mientras la cabaña crujía incansablemente. Lo razonable era pensar que la puerta no iba a abrir, pero Tomás insistió.

Efectivamente la puerta no cedía y el ruido que provenía de afuera, de la bahía, aumentaba hasta hacerse ensordecedor.

¿Una tormenta?, pensó Tomás, pero no alcanzó a responderse. Una brutal embestida de agua entró a través de la ventana, cuyos cristales se hacían polvo mientras la cabaña se inundaba a una velocidad pavorosa.

Tomás no escuchó el grito que Cecilia con toda seguridad debió lanzar. Simplemente se sumergió en un silencio espantoso. Un silencio de muerte.

La muerte debe ser silenciosa, pensó. Nunca imaginó que además sería negra y sabría a metal.

… Desde afuera las cosas se veían distintas. La luna llena, aunque escondida detrás de unas gruesas nubes, dibujaba detalladamente los contornos de los miles de objetos que aún flotaban junto con la cabaña de Cecilia, en la bahía de Cumberland.

Sin embargo, Tomás aún no lograba entender en que punto del océano se encontraba. No sabía en qué dirección estaba la orilla, ni mucho menos a cuántos metros estaba de ella.

Y si bien afirmarse de algo sólido en la posición en que estaba no era para nada una tarea fácil, ciertamente era mejor que estar adentro de la cabaña, que por lo demás, comenzaba a desintegrarse a una velocidad espantosa.

De pronto reaccionó y atinó a seguir buscando a Cecilia.

-¡Cecilia! ¡Chica! ¡Cecilia! –gritó innumerables veces, esperando con angustia una respuesta que intuía, no iba a llegar.

Insistió una, diez, cientos de veces, pero nada.

La primera vuelta que dimos a la playa fue caótica, mirábamos los escombros repartidos por la orilla, pero sobre todo los que aún flotaban en el mar, que paradójicamente, ahora era una taza de leche.

Además, de vez en cuando descubríamos objetos depositados por las olas en los lugares más insólitos.

-Mira, arriba del árbol -me señaló la Nati.

Era una camioneta ensartada sobre una higuera a unos doce metros de altura.

-Cacha -dije yo- ese contenedor rojo es el que ayer estaba en el muelle, ¿no?

Pero la Nati no respondía. Seguía su caminata pisando cerros de escombros; tablas que habían sido muros divisorios o techos; balones de gas; mochilas con ropa; refrigeradores; pescados (¿debiera decir peces?); planchas de zinc; equipos de música; mercadería; sacos de dormir; botellas; una que otra langosta; adornos de living; cuadros; muebles de cocina; y libros, cientos de libros.

De vez en cuando me detenía y recogía algo del suelo que sospechaba podía reconocer, pero era difícil, casi todo lo que había eran objetos que podrían estar en cualquier casa de Juan Fernández, o en cualquier casa del mundo.

La Nati, en cambio, se detenía en los libros. Los abría cuidadosamente y leía hasta que lograba acertar al autor y nombre de la obra…

De los libros que recogía la Nati la mayoría eran biblias, lo que hacía suponer una de dos alternativas: que en la isla operaba una imprenta (¿clandestina?) de material religioso; o que los isleños tenían más necesidad de creencias metafísicas que la gente del continente…

Pero además de libros, era posible encontrar en la playa todo tipo de objetos, muchos de los cuales ponían en jaque la más tolerante de las imaginaciones. Por ejemplo, en el suelo podía uno encontrar un conjunto de tablas que seguramente habían sido parte de un robusto librero imposible ahora de de identificar; y dos metros más adelante, una ampolleta intacta.

Y en todo este caos nosotros teníamos que encontrar a las personas que aún no aparecían, lo que era como intentar encontrar la aguja de un tocadiscos de los ochenta en una feria persa.

Era la ruleta de Dios, a la espera de que nosotros hiciéramos las apuestas.

Mientras la Nati descansaba sobre una roca a la orilla del mar, yo me entretenía mirando cómo la ola jugaba con un tablón. A veces el tablón alcanzaba a engancharse en la roca y otras no lo lograba y el mar se lo llevaba de vuelta. Pero cuando quedaba encima de la roca ocurría que otra ola (normalmente no la siguiente, sino que la segunda o tercera que la sucedía) la devolvía a su lugar de origen, y el juego se repetía en secuencias casi perfectas.

Yo intentaba adivinar cuál sería la ola que dejaría el tablón sobre la roca y la que se lo llevaría de vuelta, y en eso estuve distraído un montón de tiempo…

Repentinamente apareció junto al tablón que venía observando desde hace rato un reloj de pared.

El reloj era de madera, no muy antiguo ni muy elegante, pero bastante grande. Me imaginé que debió haber adornado el living de alguna de las viviendas de la orilla, seguramente de un hotel o residencial.

La circunferencia del reloj tenía un diámetro de unos diez centímetros, más o menos lo que un CD, y sus manecillas marcaban las cuatro treinta y cinco horas. Miré a la Nati.

-Nati -grité- ¿a qué hora…?

-A las cuatro treinta y cinco, respondió sin darme tiempo de completar la frase.

A las nueve de la mañana llegué al muelle. El cielo estaba completamente despejado y el mar, a diferencia de los días previos, estaba en una desoladora calma.

El equipo de buzos no me esperaba, aunque tampoco nadie pareció sorprenderse demasiado por mi llegada. Estaban listos para meterse al mar. Atado al muelle nos esperaba un zodiac negro que me llevaría, junto con cinco buzos de verdad y un "patrón" (que es como le dicen al capitán de una embarcación pequeña) al lugar donde se especulaba que estaban sumergidas las cabañas.

Las instrucciones eran simples y directas: nos meteríamos haciendo apnea, en un radio de unos quinientos metros cuadrados. Si encontrábamos cualquier indicio de algo (y ese "algo" fue definido por Cristián, como cualquier cosa que pudiera servir de pista) bajarían dos buzos equipados con tanques de oxígeno y registrarían el sector en detalle.

El día cinco de marzo, unos niños encontraron flotando en la orilla del mar el cuerpo sin vida de Tomás.

Dicen que las personas que mueren ahogadas flotan unas veinte horas, que es lo que demoran los pulmones en llenarse de agua. Luego de eso se van al fondo, donde permanecen alrededor de una semana, al término de la cual vuelven a subir a la superficie. Y es que dentro de los primeros siete días, los cuerpos sufren la descomposición de sus órganos más delicados. Eso genera la liberación de una serie de gases más livianos que el aire, los que al quedar atrapados en el estómago y en los intestinos, hacen que los ahogados tiendan a salir a flote.

Sea cual fuera la explicación, el hecho es que el día cinco de marzo apareció flotando en las costas de Cumberland el cuerpo inerte de Tomás.

* (Artículo publicado por Alejandra Carmona | ElMostrador.cl en colaboración especial con lainformacion.com).

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