Una madre coraje contra el “ladrón de cerebros”

  • Desde que perdió a su hijo, Isabel Vázquez lucha sin descanso contra el "paco", una droga que está causando estragos entre los jóvenes de Argentina. Los adictos a esta sustancia, algunos de 9 años, se enfrentan a cuadros de desnutrición y daños cerebrales.
Juan F. Cia
Juan F. Cia

Isabel tuvo que reconocer el cadáver del asesino de su hijo. Lo conocía desde niño, cuando le daba de comer en su asociación Manos Solidarias, en Villa Lamadrid, en la provincia de Buenos Aires. Diez tiros acabaron con este vendedor de "paco" uno de esos días de octubre en los que se paseaba impune al volante de su coche y pistola al cinto. Tanto su hijo como su verdugo habían sido consumidores de una de las drogas más devastadoras del planeta.

El "paco", o pasta base, es una droga hecha de retales. En el mundo del narcotráfico y la marginalidad, cada ‘cocinero’ tiene su propia receta y mezcla como le parece el alcaloide de cocaína, la cafeína, el bicarbonato de sodio y las anfetaminas hasta crear un siniestro cóctel que engancha en las primeras dosis y que se puede fumar mezclado con marihuana.

“A Emanuel lo remataron con un tiro en la sien”, cuenta con tristeza Isabel. Sergio Germán López, adicto a la pasta base y traficante en la localidad de Ingeniero Budge, le descerrajó cinco tiros a quemarropa el pasado febrero. Después de su muerte, Isabel protestó y llamó a muchas puertas para exigir la detención del homicida. Un ajuste de cuentas evitó que diera con sus huesos en prisión. “Cuando vi su cuerpo", recuerda, "supe que era ‘Checho’. No le guardo rencor, estaba muy enfermo”.

Muerta en vida

La historia de esta madre coraje es especial. Isabel Vázquez, junto a Alicia Romero, fundó el movimiento Madres contra el Paco, por la Vida, una organización que pelea en 12 distritos por arrancar a los chicos de las garras de esta droga. “Mi hijo Emanuel consumió de todo, llegó a robar para financiarse las dosis”, lamenta Isabel. Como muchos adictos también probó los sinsabores de la cárcel, estuvo preso cuatro años y dos meses.

“Estaba muerta en vida, siempre me preguntaba en qué había fallado”, reconoce Isabel. Cuando salió de la cárcel, Emanuel no encontraba trabajo por culpa de sus antecedentes penales. Fue entonces cuando empezó a colaborar con la vocación solidaria de su madre, que defiende con orgullo que su hijo “es un ejemplo para muchos otros jóvenes que están en la misma situación”.

“Los pibes estaban muy flaquitos”

La adicción a la pasta base es un problema conocido en Argentina, pero no siempre fue así. “Al principio nos dimos cuenta de que los pibes estaban muy flaquitos”, afirma Isabel. Alicia y ella empezaron a tirar del hilo, hasta que Emanuel les contó que los jóvenes del barrio consumían una sustancia poco conocida. En 2006, los traficantes colocaron un quiosco de paco a dos manzanas de su comedor y una escuela. “Venían chicos de todo Buenos Aires a consumir”, recuerda Alicia. “Hacían cola e, incluso, algunos dormían allí para comprar paco”, concluye.

Soledad, familias rotas, maltratos físicos, abusos… Los motivos para entrar por esa puerta llamada evasión que brinda el paco son muchos. Todos quieren olvidar, todos quieren sentirse mejor. En sus campañas, las asociaciones lo llaman, con razón, "el ladrón de cerebros". Los vendedores “saben que los chicos tienen problemas, lo tienen bien clarito”, maldice Isabel. “Es un veneno de exterminio”, insiste Alicia.

Cambiar la ropa por droga

El paco tiene su universo. Muchos adictos acuden a viviendas destinadas a la consumición de la pasta base con algunos pesos en el bolsillo, una pipa casera –hecha con un pequeño tubo o una antena de televisión-, viruta de metal –indispensable para prender la sustancia- y muchas ganas de olvidar. El precio oscila entre los 3 y los 10 peses por dosis. Cuando la plata se agota, los chicos llegan al extremo de cambiar su ropa por droga. En algunas ocasiones salen de los fumaderos en ropa interior.

Para un gran adicto, el consumo supera con facilidad las 200 dosis diarias. Controlar el frenesí de “esta droga maldita”, dice Alicia, es misión imposible. El efecto del paco es tan efímero –entre uno y cinco minutos- que los consumidores viven secuestrados por la necesidad de colocarse. Tal vez por eso, el chico que delinque para consumir “te ve y piensa cuánta pasta base cuesta esa chaqueta, esas zapatillas… Su mente piensa en paco”, asegura Isabel.

Cuando esta sustancia llegó a las calles del conurbano de Buenos Aires, el negocio estaba formado por vendedores y compradores. Ahora las reglas del juego han cambiado. Los pequeños traficantes contratan a delincuentes comunes para que les protejan de la violencia de algunos consumidores. Si el paco no te mata, lo hace un sicario en una pelea por robar unas dosis o en una persecución policial.

Ajuste de cuentas, suicidio o terapia

“Hacemos 100 entrevistas al mes a adictos que quieren curarse”, asegura Guillermo Tonini, directivo de la Asociación Revivir, una granja-escuela para drogadictos. “El 80% de nuestros chicos consumen paco, marihuana y cocaína a la vez”, dice este psicólogo y ex adicto. En el cuadro médico de los candidatos aparece la desnutrición,  los daños cerebrales y la paranoia.

La edad de inicio en la droga es cada vez menor. En el año 2000, la medida de edad rondaba los 24 años, ahora se sitúa en los 16.“Eso quiere decir que hay adictos con 11 años, que normalmente llevan otros dos dentro del mundo de la pasta base”, se lamenta Tonini. La mayoría no saben leer ni escribir, otros no tienen acceso a la salud básica, la mayoría padecen problemas de alimentación…

Cuando alguno de estos jóvenes toca la puerta de un centro de ayuda, “lo hace porque quieren matarlo o se plantea el suicidio”, reconoce Isabel. Una vez dentro, la educación integral es el único camino al éxito. “Hacemos un trabajo específico con cada adicto en función de su perfil”, remata Tonini. La relación con los compañeros y la participación de sus familias son decisivas.

Algunos se rebelan contra su destino y vuelven a los estudios que dejaron por el camino, como Emanuel. “Tuve algunos alumnos que llegaron hasta la universidad”, asegura orgulloso Tonini. Isabel y Alicia también se jactan de haber conseguido que algunos chicos volvieran a las aulas de primaria. Ninguno de los vendedores de muerte les busca allí, entre libros y lapiceros.

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