Posdata

Confinamiento en las casas y vandalismo en las calles

La protesta es un derecho, cuando no una obligación, que nace de las entrañas de la sociedad cuando se ve maltratada, pisoteada. Saquear comercios es otra cosa.

Unos 150 radicales han protagonizado esta tarde-noche disturbios en el centro de Logroño.
Unos 150 radicales protagonizaron disturbios en Logroño este fin de semana.
EFE

La olla esprés continúa cogiendo presión. La política ha encontrado caldo de cultivo para cocinar sus potajes y escribir sus recetas mientras, en las calles, empiezan a aliñarse ensaladas que cuesta atribuir a algún chef en concreto. Lo cierto es que la sociedad española ha pasado una primera ola del coronavirus acongojada, bajo confinamiento, y vive ahora un segundo ataque del virus en el que las reglas del juego están cambiando.

En la nueva normalidad, que es bastante anormal, la pandemia se ha transformado en bala de caza mayor contra el enemigo político y no hay miserable partidista que no lleve colgada del hombro una canana con proyectiles argumentales para repartir con generosidad. La balacera verbal se libra en la casa del Poder Legislativo, el Congreso de los Diputados; también en el Gobierno de España y en los ejecutivos autonómicos, que se encargan de hacernos ver que la incapacidad y la voluntad de confrontación son aderezos de un guiso en el que cada quién es cada cuál y hace lo que se le pasa por el arco del triunfo.

No hay miserable partidista que no lleve colgada del hombro una canana con proyectiles argumentales para repartir

Faltaba el indeseado ingrediente que siempre llega con el río revuelto: la agitación de la calle, que no atiende a toques de queda ni a medidas de seguridad. Unos dicen que los que protagonizan las carreras alocadas, las roturas de escaparates y los asaltos en los comercios son padres de familia afectados por la crisis que se deriva de la Covid, personas que se han quedado sin nada por los cierres sanitarios, víctimas de la mala gestión política de la pandemia, trabajadores sin trabajo. Otros creen que son fascistas que atizan el fuego para sacar tajada del cóctel de miedo y necesidad que comienza a apretar los cinturones de no pocas familias. Hay quienes afirman que son menores no acompañados (menas), extranjeros que han venido a España a delinquir, bandas de oscura chavalería que se chutan adrenalina cometiendo asaltos y dando palos. No falta quien opina que serían profesionales de la algarada, extremistas de izquierdas, perroflautas u okupas con galones que han hecho de la patada en la puerta un modus vivendi barato. La Policía no cree que exista una conexión a nivel nacional; algo sabrán del asunto.

La protesta es un derecho, cuando no una obligación, que nace de las entrañas de la sociedad cuando se ve maltratada, pisoteada. Combatir con principios y con ideas es trampolín para lograr objetivos o, cuando menos, perderlos con dignidad y la cara bien alta. La sociedad tiene voz y debe ser escuchada por quienes gobiernan, que no siempre quieren saber lo que piensan quienes le eligen. Pero que haya protestas que se sublimen subidas al sillín de una bicicleta o impulsando un patinete robados en el asalto a una tienda, apedreando a la policía o quemando mobiliario urbano es, simple y llanamente, vandalismo, ya sean menas, padres, parados, fascistas, izquierdistas o medio pensionistas sus protagonistas.

La protesta es un derecho; que se sublime subida a una bici robada es vandalismo, ya sean menas, fascistas, parados, padres o izquierdistas sus protagonistas

La pandemia nos ha restado libertad de movimientos y de roce social. Ya no hay besos, apretones de manos, abrazos… Un estúpido toque de codo mientras esbozamos una sonrisa nerviosa es lo más parecido a un saludo en las relaciones sociales. En la nueva normalidad los abuelos no besuquean a los nietos, los padres desconfían de los hijos, las parejas temen la infidelidad -no por los cuernos sino por el ‘bicho’-, los empleados recelan entre sí... Pero luego los ves a todos en manada a las puertas de los centros comerciales para gastarse el sueldo en un abrir y cerrar de cartera, tomando los parques como ejércitos a lomos de caballos de Atila, petando las calles… Ahí las distancias parece que importan menos.

Millones de muertos se han quedado este 1 de noviembre más solos que de costumbre, que ya es decir. Hoy las pétreas lápidas están cubiertas de hojas y aparecen dibujadas con la abstracta suciedad que dejan caer gorriones, palomas, mirlos y urracas. Pocos han cambiado las flores secas o recordado a alguien ante la nada o conversado sin respuesta con el aire. Menos rezos bajo los cipreses de Gironella, que creían en Dios y estarían más cerca de él por eso de la altura. Ayer, el día de Todos los Santos fue especialmente triste, con muertos que se fueron en soledad y que así siguen.

La nueva normalidad.

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