OPINION

Cómo ocultar el cadáver de un viejo debajo de la alfombra

Anciano coronavirus
Anciano coronavirus
EFE

Ser viejo es tener más pasado que futuro, más recuerdos que sueños, más achaques que salud. En ocasiones es tener familia a la que no ves o no te va a ver, disfrutar cada vez de menos amigos, que se van quedando en el camino, y a veces, estar terriblemente casado con la soledad. Ser viejo es estar vivo y querer ser todavía más viejo, es dejar de procrastinar por si las moscas no hay mañana, es coger trenes sin pensar cuál será el que lleve el farolillo rojo. Ser viejo es ser sabio; ser viejo es seguir siendo, seguir sintiendo, seguir amando. Seguir.

¿Cómo medimos la importancia de la vida de un viejo? ¿Por su más o menos abultada cuenta corriente, que irá a parar a sus herederos? ¿Por el estado y la ubicación de su vivienda, que quedará vacía, sin alma, y alguien ocupará tirando a la basura todos sus recuerdos? ¿Por su dedicación, su amor, su cariño, su bondad, su sacrificio, su entrega? ¿Por su sonrisa, por su saber -que es materia vivida y no está escrita en los libros-, por sus palabras, también por sus silencios?

El cruel coronavirus nos ha matado a muchos un poco. Nos ha puesto en una tesitura terrorífica, nos ha llenado de miedos e inseguridades. Nunca unas partículas de saliva en el aire habían hecho temblar al mundo que hoy conocemos de esta manera. Cierto es que nos ha noqueado, haciéndonos pensar y repensar, que tiempo da para eso y para mucho más el confinamiento. El virus se ha cebado con los mayores, con los viejos. Es difícil hablar con alguien que no haya perdido a un padre, un abuelo, un vecino, un amigo en esta desigual y falsa guerra que se ha llevado por delante la historia todavía viva de nuestro país, que se ha quedado mudo frente a la pandemia. Hay numerosos muertos en casi todos los tramos de edad, pero lo de los viejos es de pecado mortal.

Las residencias de ancianos se han convertido en ratoneras, donde el virus ha entrado por la puerta principal y se ha colado en las habitaciones, en el comedor, en el área de rehabilitación, en el salón de la tele. Allí los ancianos muertos se cuentan por cientos, por miles. Solo en la Comunidad de Madrid, entre el 8 de marzo y el 8 de abril, se han registrado 781 fallecimientos en residencias con coronavirus diagnosticado y 3.479 óbitos con síntomas de Covid. Además, por otras causas, en la región se registraron otras 490 muertes. En total, 4.260. Sumemos los ancianos que han expirado en sus casas, que tampoco cuentan en el censo del Ministerio de Sanidad, o solos, aislados, en hospitales y la estadística se convierte en una negra pesadilla.

La tabla de medir es despiadada. La diferencia entre morir con coronavirus solo en casa, en la cama de una residencia o en un centro hospitalario no existe. El haber tenido acceso a una prueba médica que confirmase el contagio no es más valida que la recomendación de los servicios sanitarios para que, ante síntomas del 'bicho', se pida no abandonar casas o residencias, permaneciendo aislados. Por prevención, dicen. Los muertos en las guerras de verdad -en esta solo ataca el malo- son muertos sin más, ya salgan despedidos a cachos por una granada o víctima de las esquirlas de la explosión. Muertos. Y esto es importante, porque llegado el momento quién sabe si habrá posibilidades de reclamar al Estado o a las Comunidades Autónomas por la tragedia que estamos viviendo.

Analizando números se cae en el pozo de la frialdad. Pero tras las cifras están vidas transformadas en cadáveres que se han llegado a acumular en los centros de mayores y que han tenido que ser sacados por miembros de Unidad Militar de Emergencias (UME), que están para un roto y un descosido.

No pondré en duda la buena voluntad de los políticos que han tomado y toman las decisiones de esta crisis sanitaria sin precedentes en los últimos cien años en el mundo. Es cierto que nadie presagiaba algo así, pero ha pasado. A los que mandan les ha tocado lidiar con la peste; para su suerte o su desgracia, lo que han hecho, bien o mal, les acompañará siempre. Lo mismo les debió pasar a quienes en su día prendieron las mechas de las guerras, las desgracias, la violencia, el terrorismo... Los fantasmas de la muerte siempre caminarán a su lado; al lado de todos. Esto no se nos borrará de la memoria fácilmente.

Da tristeza y luego rabia contemplar un Congreso de los Diputados desangelado en el que algo más de cuatro decenas de parlamentarios se masacran verbalmente mientras los ciudadanos, obedientes en su inmensa mayoría, permanecen confinados para impedir la expansión del coronavirus. El jueves, las Cortes aprobaron una prórroga del estado de alarma, no sin antes demostrar una altura política miserable. Cuanto más necesaria sería la unidad sin cartas en la manga, nuestros representantes se restriegan por la cara sus miserias. Cuando sería deseable un Parlamento de altura política va y nos encontramos bocas llenas de palabras necias que en oídos de los afectados, de sus familias o de sus deudos deben sonar a refriega poligonera.

Esta semana que empieza veremos, en vivo y en directo, a nuestros representantes elegidos democráticamente fajándose a dentelladas como los gladiadores del Coliseo romano para acercar posiciones por unos renovados Pactos de La Moncloa en los que, ya se sabe, no todos van a participar. España es así, diferente. Nadie reconoce errores, nadie agacha la cerviz, pío-pío que yo no he sido...

Y hoy que es lunes, venga, a trabajar un poquito los que tienen actividades no esenciales. Que llevamos unas semanas tocándonos las narices, el país no avanza y la economía se va al garete. Así lo quiere el Gobierno, aunque hay voces de peso que aconsejarían no abrir las puertas al confinamiento para evitar que la curva se vuelva a dar la vuelta y el remedio sea peor que la enfermedad. Espero que nadie tenga que arrepentirse de haber dado este paso. Ojalá todo salga bien; las cifras nos lo harán saber a todos en breve.

¿Y nuestros viejos? Unos en morgues, otros cremados, algunos enterrados... Muchos vivos, en sus casas, en sus residencias, esquivando al maldito coronavirus; en silencio, confiados, pensando en seguir.

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