OPINION

El retrato de la abuela Angelita está llorando

Sanitarios en IFEMA
Sanitarios en IFEMA
Comunidad de Madrid

Empiezo mi undécimo día de cuarentena. El viernes 13 de marzo -ya es de presagio fatalista la fecha- nos mandaron a casa a toda la redacción de este periódico que usted lee con la yema del dedo o a golpe de ratón. Una redacción vacía es ruido silenciado, noticias abortadas, creaciones muertas. Ahora, el comedor de casa se ha convertido en el turbio escenario de una canallesca que otrora bebía whisky caliente y fumaba hasta la intoxicación; en un enjambre de vertiginosas teclistas que picaban textos, en... Pero, no. No hay nadie. Es una alucinación; una más. Como cuando el miércoles pasado, en un pico de ansiedad, creí escuchar voces que me incitaban a empujar al equipo de La Información, al que estoy conectado vía chat y móvil. ¡A remar. Que hay que hacer un periódico!

El confinamiento conduce a estas cosas. Es curioso. Tengo delante de mis ojos el sofá, la tele y un retrato al óleo de la abuela Angelita -que se fue antes de tiempo, en los lejanos años 50 del pasado siglo- pero el veneno del Periodismo hace su magia y los convierte en francotiradores de palabras. Hay momentos, ahora, en los que todo parece un espejismo... Sales a la calle a por pan para congelar y subsistir unos días y el barrio se ha paralizado. La mitad, más o menos, de los humanos que ves, cruzando la acera por prescripción facultativa propia, lleva guantes y mascarillas. Otros pasean al perro, supongo que propio. Los canes no llevan mascarilla. En el parque infantil hay juguetes abandonados de niños, como si hubiesen salido corriendo huyendo del mal.

Todo parece irreal, de película de cine B, hasta que el coronavirus te apalea y te sacude con dureza: los muertos, los infectados y los internados en UCIs se elevan día a día. No hacía falta ser un gran pitoniso para intuir que la pandemia iba a explotar; era lo que se escuchaba en la calle, antes incluso de que se cerrasen los centros educativos en todo el país. Hubo quien debió pensar en el Gobierno que un jodido virus surgido en Asia no iba a bloquear España, que aquí no iba a pasar lo que en China, lo que en Italia... No nos cansamos de acertar.

Escuchar a Pedro Sánchez por televisión es noticia: comparece mucho, cuenta poco e hila unos discursos más propios del Jefe del Estado que del presidente del Gobierno, que es lo que es él. Cuando deja de ser 'rey', Sánchez busca árnica y se ampara en la Organización Mundial de la Salud (OMS) para justificar sus movimientos, puede que demasiado lentos, ante la enfermedad silenciosa. Insiste en ello pero no aleja los fantasmas. Ahora, dice que lo peor está por llegar, que hay que resistir esta semana, que tenemos que ser fuertes... Qué no sabrá el presidente para tener tan claras las cosas y avisar como avisa, ampliando el estado de alarma 15 días más. Y no hemos hecho más que empezar. Aquí, en España se ha pasado de escuchar aseverar a Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, que a lo mejor habría algún caso en nuestro país a verle descomponerse, o algo por el estilo, cuando ofrece nuevos datos. No es para menos. Papelón.

Claro que falta lo peor, presidente. Así lo indican las proyecciones matemáticas de varios estudios. Y así lo mostrarán los trabajos que habrá realizado el propio Gobierno. Pero el horror nos pilla con los pantalones bajados: escasez de mascarillas, pocos guantes, menos Equipos de Protección Individual (EPI), merma de respiradores... Nos ataca mientras alabamos a una sanidad pública maravillosa e imprescindible -no incompatible con la privada- a la que, probablemente, se le ha cerrado el grifo desde las administraciones. Los profesionales son magistrales pero los medios, al menos en esta situación de alarma, una quimera. Miro el montaje de los hospitales de campaña en el IFEMA y me dan escalofríos. Veo a unidades de la Armada o de la UME en las calles y me doy cuenta de que la partida contra el virus va a ser trágica.

Sánchez da discursos intensos y largos. Algunos dicen que es lo que ahora necesitan los españoles, que desde el Estado se les inyecte ánimo, se les empuje, se les consuele en su encierro y se recuerde con el corazón en las manos a sus seres queridos que han muerto como consecuencia de esta maldita peste del siglo XXI. Muchos de los que se van son mayores, abuelos... Y marchan separados de sus familias, solo con el cariño y la humanidad impagable de los sanitarios que les acompañan en su final.

El presidente del Gobierno está desencajado. Se le nota. Tiene a su esposa afectada por el coronavirus, quién sabe si a alguien más de su entorno, y eso se refleja en su cara. Ni en la peor de sus pesadillas sucedía una tragedia como esta. No me pondría en su pellejo por nada del mundo. La política es, muchas veces, un paseo en lumusina, pero en otras ocasiones es el pim-pam-pum de propios y extraños. Sánchez estaba tan contento con su Gobierno de coalición cuando el coronavirus se coló en nuestras vidas, como dice él, para transformarnos, cambiarnos... Dice que solo la II Guerra Mundial -en España, la Guerra Civil- habrán creado estragos semejantes. De sus discursos me sobran los mordiscos políticos, que no estamos para memeces. Si alguien puede conseguir material, que lo consiga; si alguien puede donar material, que lo done; si alguien puede ayudar, que ayude. Y váyanse al carajo los que sacan pecho con la tragedia. Desgraciadamente no somos conscientes aún de lo que nos queda por vivir. Espero equivocarme.

Madrileños, catalanes, vascos, gallegos, andaluces... Todos salen a las ventanas a las 20.00 horas para aplaudir a los buenos, los sanitarios que se están dejando la piel y la vida en intentar curar a los que sufren la pandemia. También salen a sus balcones para hacer caceroladas. La gente está tomando nota y la 'matrícula' a sus representantes en las Cortes, en las autonomías y en los ayuntamientos, y seguro que les pasarán factura cuando llegue el momento. Esta vez, sí.

Desde esta silla, frente al ordenador, con el móvil siempre activo, mientras trabajo haciendo Periodismo, uno ve la realidad anestesiada, sin lágrimas, sin terror, sin miedos, sin impotencia. Cuando despegas la mirada del portátil y levantas la vista, es otra cosa: hasta el retrato de la abuela Angelita está llorando.

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