OPINION

Artículo no apto para hipocondríacos y/o TOC

Unidad aislamiento Gómez Ulla Coronavirus
Unidad aislamiento Gómez Ulla Coronavirus
EFE

Ha sido una noche larga, en duermevela. No podía dejar de pensar en el coronavirus, su expansión y su capacidad para contagiar. Con cada muerto y con cada enfermo se me cierra un poco más el estómago. Dicen que lo pillas y ni lo notas, que tocas el picaporte de una puerta que esté infectada y ¡zas!, coronavirus al coleto. En casa me siento relativamente seguro. No creo que ni mi mujer ni mis hijos vayan a verse afectados. ¿O sí? Ella pasa media vida en Plaza Castilla, con su toga, sus puñetas y sus representados. Que hay de todo... y cuando entra en turno de oficio, ni te digo. Allí, hay mucha gente, buenos, malos y mediopensionistas. ¿Y los niños? Como si les viese, en el patio del cole tosiéndose en la cara y compartiendo el brick individual de zumo de naranja. Si es individual, ¿por qué chupan de la misma pajita? Pero los peques son de granito y al coronavirus parece que se lo fumigan sudando como pollos en el recreo. Pero pueden pasarme el virus a mí, eso sí. Esta noche se bañan a conciencia hasta que salgan arrugados del agua.

Creo que se me está empezando a congestionar la nariz y ando algo revuelto. No me extrañaría caer en las redes del coronavirus. Antes de salir a la calle me lavaré las manos como si fuera un cirujano, hasta los codos, con mucho jabón y frotando las uñas con un cepillo. Por cierto, se me están comenzando a pelar las manos por el dorso y a secarse por las palmas y los dedos, que están como lija de grano grueso.

Abandonar la casa es como pisar el lejano oeste. El coronavirus debe campar a sus anchas en los autobuses, el metro, los trenes... Esas barritas y anillas para mantener el equilibrio me dan grima. ¿Cuánta humanidad se habrá deslizado por ahí? Además, en hora punta es imposible no estar rodeado por los cuatro costados. ¿Sentarme? Ni pensarlo; solo de pensar los cientos de traseros que han calentado esos plásticos me dan escalofríos; seguro que tengo algunas décimas.

Por suerte voy en coche particular al trabajo, así evito riesgos. En mi auto estoy blindado. Además, huele a limpio. Los del lavado a mano del supermercado me lo dejaron ayer reluciente. ¡Mierda! ¡No, hombre, no! Me lo lavaron también por dentro, así que tuvieron que entrar, sentarse, tocar el volante, la palanca de cambios, los cristales, el retrovisor... No logro recordar sus caras, pero con el frío que hace estos días lo mismo alguno tenía el COVID-19. Le han puesto lo de COVID-19 para que nos cueste más llamarle por su nombre. Por suerte llevo en la guantera un bote grande de gel hidroalcohólico que me echo siempre que repongo gasolina, inflo las ruedas... Ahora se ha puesto de moda pero es parte de mi ajuar de viaje. Sigo pensando en los que me lavaron el coche. Tratando de recordar. ¿Eran dos, tres...? Esta noche cuando vuelva a casa le doy un repaso a fondo con el gel. Tendré que comprar otro bote; o dos. Y otros dos o tres de reserva. No lo vuelvo a llevar a lavar nunca mas, decidido.

Ahora, tengo que acordarme de no tocar nada cuando entre al garaje del trabajo. Son (para mí) normas de estricto cumplimiento: al llegar al ascensor, no subir si hay mucha gente. Mejor esperar a que haya solo una o dos personas y guardar la distancia sin tocar la caja del ascensor, que estará buena. Hacerme el despistado y pedir amablemente a mis acompañantes que pulsen por favor el botón de la segunda planta. Si no es posible nada de lo anterior, hay que decretar una situación de emergencia y subir por la escalera, sin apoyarse en la barandilla, claro.

Tengo cierta sensación de calor, unas veces, y frío, otras; no diría yo que no fuese fiebre. O simplemente un sofoco: estos edificios inteligentes sin ventanas dan congoja y hasta te roban el aire que respiras.

Ya estoy frente a mi oficina. Tendré que esperar a que venga algún compañero o compañera para que franquee la entrada con su huella digital: ahí sí que no toco ni de coña. No será difícil, a primera hora siempre entra gente. Nada más acceder he de lavarme las manos de nuevo, secarme con el chorro de aire accionándolo con el codo y esperar a que alguien entre o salga de los servicios. ¡Nunca tocar la puerta o el pomo! Son focos de infección.

Fuera, en la oficina, huele a cerrado. No hay ventilación natural. Veo al fondo al de pagos estornudando sin cubrirse. Su compañera le está metiendo una bronca. Normal, creo que han viajado hasta aquí sus miasmas. Solo de pensarlo me entra una tos rasposa que me hace temblar la cabeza y me provoca dolor en nuca y sienes. ¡Vaya arranque de día!

Mi puesto de trabajo es de los denominados ‘calientes’. Acaba de salir Cristian. Es joven, de los que en una carrera para evitar un atropello caería al asfalto atrapado por sus propios pantalones, enredados en los tobillos. Mira que le tengo dicho que no coma de noche en la mesa. Ni puñetero caso; este chico es un caso. Hay restos de patatas fritas y miguillas de vaya usted a saber qué bocadillo. Tengo que limpiar la mesa y el teclado. Y de paso la pantalla. Menos mal que tengo otro bote de gel milagroso en el cajón que mantengo bajo llave para que nadie sobe mis cosas. Tendré que comprar otro frasco, todos los días la misma operación. Después de asear el espacio de trabajo, a lavarse de nuevo las manos. Están al borde de abrirse en carne viva, y eso que las trato de nutrir con una crema de aloe vera, pero nada.

Ocho horas pasan rápidas; con un poco de suerte hoy no tengo que reunirme en la planta de arriba. Eso me ahorra varias desinfecciones y muchas esperas para que alguien abra con su pulgar el acceso digital.

Hace tiempo que no como en la oficina. Puedo traer un 'tupper' y engullir en el puesto de trabajo, pero se me quita el apetito. Y en la cocina común, me niego. Venga a oler fritangas, coliflores, quesos apestosos... Y, encima, dar palique a quien se siente a diestra y siniestra: ellos no callan. Me temo que el coronavirus tiene en ese espacio su particular parque de atracciones. En la cocina no se respetan las distancias de seguridad, así que es fácil pillar de todo. Mejor comer cualquier cosa en casa en un ambiente más sano.

Hablando de comida. Cuando salga no puedo olvidar hacer compra grande en el super. Latas de sardinas, de atún, mejillones, berberechos, fideos, espaguetis, macarrones, arroz, azúcar, aceite, agua mineral, filetes de ternera y pollo para congelar, galletas, pan precocinado, harina, garbanzos, lentejas, judías... Y lejía, jabón de manos, gel de ducha, champús, pañuelos de papel... ¡Me olvidaba del papel higiénico! Dicen que en algunos sitios se ha agotado y que la gente se enzarza por conseguir unos pocos rollos.

Hay que hacer compra. Nunca se sabe qué puede pasar. Todo está tranquilo pero quién sabe si mañana declaran cuarentena en la ciudad, en el barrio o en la calle si se detecta algún caso del COVID-19 cerca. Si no se puede salir de casa habrá que tener cosas para comer y asearse. Sería cosa de unos pocos días, supongo, pero hay que estar preparados.

Me empieza a traquetear la cabeza como si hubiese dentro un martillo. Me tomaré algo para calmar el dolor cuando llegue a casa. Tengo los ojos llorosos; es fiebre, seguro. Y, o hace frío aquí o lo tengo yo. Creo que me meteré en la cama nada más llegar. Espero que pronto llegue el calor y se cargue al coronavirus, que no me lo puedo quitar de la cabeza, coñe.

* El texto de este artículo es una ficción

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