OPINION

La España enmascarada y el motín contra Esquilache

Fotografía Pedro Sánchez con mascarilla / Pool Moncloa
Fotografía Pedro Sánchez con mascarilla / Pool Moncloa

Es temprano, hace sol. Se escucha a los pájaros. Estoy caminando por una calle absolutamente vacía. De repente, frente a mí, comienzan a aparecer personas en la escena, como si fueran flashes encendiéndose en el aire. Más y más individuos se suman a la panorámica. De pronto, todo se tiñe de blanco y negro, desaparece el color y surge el silencio. La gente lleva sobre sus narices y sus bocas artilugios que las tapan: unos portan coladores con lo que parece ser un trozo de tela dentro; otros cierran sus labios con esparadrapo y se cubren la nariz con una mano; hay quien respira tras pañuelos; se intuyen vendas; hay máscaras venecianas... En un segundo, todos me miran, me señalan y gritan. Asustado, intento escapar en sentido contrario pero estoy clavado al suelo. Me llevo instintivamente las manos a la cara: no llevo nada que la cubra. Todos gritan y me señalan... Cada vez están más cerca. Van engullendo el aire, no dejan oxígeno que respirar. Todos gritan y me señalan...".

Es una pesadilla. De las de mal rollo, pero nada más. El coronavirus se ha metido en nuestras vidas y hasta en nuestros sueños. Nos acostamos pensando en la Covid y nos levantamos con la radio hablándonos del virus. Los periódicos, las radios, las televisiones, las redes sociales... La pandemia es el monotema informativo. Hasta parece que los muertos son menos muertos si no han fallecido por el bicho. Sigmund Freud habría hecho su agosto aquí psicoanalizando este recién estrenado mes de mayo de 2020. Probablemente mi pesadilla sea la representación de un miedo al contagio, de no disponer tal vez de la protección necesaria ni de ayuda para conseguir escapar de la enfermedad.

El Gobierno dice que desde hoy son obligatorias las mascarillas en el transporte público. En las calles ya son habituales aunque se ven menos de lo que se debiera. En este combate tiene riesgos el que padece la infección -aunque no lo sepa- y el que no se ha contagiado. Desde hoy España se convertirá en un país repleto de enmascarados en el que habrá que aprender a leer el lenguaje de los ojos para comunicarse sin hablar. Suerte que hay ojos que expresan más que mil palabras.

Esto de taparse los morros y las napias viene de antaño, cuando el rey de España era Carlos III y los asuntos de la Hacienda nacional recaían en las manos del italiano Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache. En 1766, Esquilache emprendió reformas, subió impuestos y liberalizó sectores que elevaron los precios de productos básicos. La gente estaba enfadada no, lo siguiente. Pero la gota que colmó el vaso fue la prohibición de usar capa larga y sombrero de ala ancha, que tapaba las caras de los hombres, impedía identificarlos y permitía esconder armas bajo el cobertor hasta los pies. -las calles de aquella España estaban repletas de personajes enmascarados por sus vestimentas-. A cambio, el ministro del rey instauró el uso de la capa corta y el sombrero de tres picos, feo como él solo. El cabreo popular llevó a una revuelta y al afamado motín. Finalmente, Esquilache fue desterrado. The end.

El Gobierno, casi tres siglos después, hace bien en obligar al uso de mascarillas. Por seguridad. Una obligación que parece innecesaria dado que cada ciudadano debería de protegerse y proteger sin que el Estado le diga que tiene que orinar dentro del WC. A la vista de lo que han hecho algunos -imposible cuantificar el número- durante este fin de semana más valdrá que nos acompañe la suerte. Hay gente que ha paseado en grupo, ha corrido o montado en bicicleta sin protección, ha escupido mientras caminaba, ha saludado a los vecinos sin distancias, ha juntado a los perros a jugar... Y eso lo he visto, no me lo cuentan.

España está golpeada por el coronavirus pero ha bastado que se abra un poco la mano para que una parte de la ciudadanía haga de su capa dieciochesca un sayo y se ponga a jugar a la ruleta rusa con las vidas de los demas y la suya propia. España quiere volver a la normalidad, dice Pedro Sánchez, aunque la normalidad que venga no será como la normalidad que tuvimos. Será otra normalidad.

Una normalidad en la que tendremos que marcar distancias y precauciones con otros, que nos convertirá en más hogareños, que nos llevará a no compartir vasos ni comidas, que nos hará buscar lugares de vacaciones en función del número de parroquianos infectados, que nos hará menos afectuosos con desconocidos... Y eso no va a ser lo peor. Lo peor es que cuando por fin podamos salir de casa con esa 'normalidad' de la que hablo habrá dos millones de personas más sin empleo. La cifra aquí sí que entra en las predicciones de los que mandan y hará que hasta nueve millones de españoles no tengan trabajo y, una parte, pocas expectativas de encontrarlo rápidamente.

El Gobierno de Pedro Sánchez y de Pablo Iglesias tiene muchos frentes abiertos. En Sanidad, un boquete que habrá que suturar: el sistema nacional de salud requiere de una base sólida, no de un remozado para cuatro días. Uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo está aquí, dentro de nuestras fronteras, y hay que apostar fuerte para que no solo no enferme sino para que se cure. En materia de Empleo, el zarpazo va a ser desgarrador y lo que toca a la Economía hace temblar al más templado, con una pandemia que se llevará por delante el 9,2% del PIB y la tranquilidad y la confianza de muchos.

Malos tiempos.

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