Posdata

El toque de queda y el tercer grado penitenciario

Volvemos al estado de alarma; tenemos memoria selectiva y parece que a algunos se les ha ido olvidando lo que ha pasado.

Una camarera recoge la terraza de un bar en Valladolid momentos antes del inicio del toque de queda impuesto por la Junta de Castilla y León debido al alto número de contagios de coronavirus en la Comunidad. EFE/NACHO GALLEGO
El toque de queda y el tercer grado penitenciario.
EFE

Volvemos al estado de alarma del que tal vez no debíamos haber salido desde que se decretó por primera vez en el ya lejano mes de marzo. Tenemos memoria selectiva y parece que a algunos se les ha ido olvidando que nuestros mayores morían en soledad en las residencias, las morgues apilaban los cadáveres y en muchas provincias los servicios funerarios no eran capaces de cremar tantos muertos. Los hospitales estaban desbordados, los sanitarios enloquecidos por el exceso de trabajo y los almacenes desabastecidos de equipos de protección. La cuestión es que hoy 34.000 personas ya no son ni están. Complicada y desigual batalla con demasiados fallecidos y muchísimos infectados, más de un millón en España, parte de ellos sufriendo las consecuencias del coronavirus.

Nuestra situación probablemente no difiere mucho de la de otros países solo que aquí los políticos que nos han tocado en gracia -los hemos votado- se dedican a confrontar en lugar de unir fuerzas. Este país es así. En Francia, el profesor Samuel Paty, decapitado en un atentado terrorista, recibió un más que merecido funeral-homenaje multitudinario. Solemnidad y silencio sepulcral. El presidente Macron serio. Marsellesa y bandera nacional. Dentro y fuera de la Universidad de la Sorbona. Ese silencio grita paz. Aquí hacemos un homenaje a las víctimas de la Covid en el Palacio Real y algunos de los que están fuera del recinto la montan contra el presidente del Gobierno. Y dentro, ministros que no distinguen entre un huevo y una bellota niegan el saludo al jefe del Estado como si eso fuese a darles un espaldarazo político.

Esta vez Sánchez ha repartido juego entre las regiones lo que hará las cosas más fáciles, aunque habrá quien diga que no

Tras semanas de negociaciones, corrillos, telefonazos, ruedas de prensa, advertencias, aprobación de órdenes contra el virus, contraprogramación de comparecencias y discusiones partidistas el Ejecutivo ha vuelto a decretar un estado de alarma nacional que Pedro Sánchez quiere que sea renovado durante seis meses. Lo ha hecho presionado por 10 comunidades autónomas que ya no saben cómo frenar la pandemia y por otras que, en la misma situación, no lo dicen en alto. El estado de alarma se acompaña en esta ocasión de un toque de queda por 15 días que los mandatarios de las CCAA podrán desactivar cuando lo consideren oportuno después de que decaiga el primer plazo. En resumen, esta vez Sánchez ha repartido juego entre las regiones lo que hará las cosas más fáciles, aunque habrá quien diga que no.

¿Y por qué la gran mayoría de las autonomías quiere un toque de queda, que algunas ya habían activado unilateralmente sin tener cobertura legal para ello? No piense mucho. Los políticos no lo verbalizan para no ganarse enemigos pero el motivo del toque de queda entre las 11 de la noche y las 6 de la mañana es romper los botellones -que ya con anterioridad estaban prohibidos- y parar fiestas. Ese y no otro es el objetivo. La mezcla de pandemia y alcohol es una ruleta rusa en la que uno puede morir o llevarse por delante a la abuela. O ambas cosas.

Perder algo de libertad personal a cambio de evitar conectarse a un respirador o morir no parece que sea un mal trato

El toque de queda nos convierte un poco en presos en régimen de tercer grado, esos que pasan el día trabajando y respirando aire sin barrotes pero que como la Cenicienta vuelven a la cárcel a dormir. El tercer grado penitenciario es, para los reos, una bocanada de aire fresco, un maná caído del cielo. Lo más parecido a la libertad desde que una reja se cerró a sus espaldas y los días se hicieron noches... y las noches, eternas.

El tercer grado social en el que nos vemos ahora inmersos tendrá resultados positivos. Perder algo de libertad a cambio de evitar conectarse a un respirador o morir no parece un mal trato. Lo mismo que dar un portazo a secuelas de la infección que se descubren a diario y que nos hacen más débiles ante la enfermedad. Habrá una parte negativa. El toque de queda asestará un nuevo golpe al ocio nocturno, lo que obliga a las administraciones públicas a adoptar medidas específicas de rescate de este sector, que se hunde cada vez un poco más.

Hay personas -usted conocerá algunas, yo también- que desde marzo no han salido ni a tomarse un café a media mañana al bar de toda la vida, que no se han sentado en una terraza para disfrutar la primavera o las noches de verano, que solo compran por internet o por teléfono, que siguen echando toda la ropa a lavar si un día hay que bajar a comprar papel higiénico o sal... Permanecen en primer o en segundo grado desde que 'el bicho' llamó a nuestras puertas. Esa gente sí que vive en una prisión. Tienen miedo, muchos son mayores, el coronavirus les ha metido en una cárcel que antes era su hogar.

Cuídense.

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