OPINION

La traición a los kurdos es imperdonable

Familias kurdas huyen de sus ciudades de origen, Ras al-Ein, debido a la ofensiva turca en el norte de Siria. / EFE
Familias kurdas huyen de sus ciudades de origen, Ras al-Ein, debido a la ofensiva turca en el norte de Siria. / EFE

Los kurdos han luchado como leones para acabar con el Estado Islámico, en primera línea del frente junto a la coalición internacional liderada por Estados Unidos. Acostumbrados a un siglo de traiciones permanentes, los kurdos sabían que no podían confiar en qué harían los estadounidenses y el resto de la comunidad internacional una vez derrotasen a Daesh. Pero cumplieron su tarea hasta el final, porque entendían muy bien que se trataba de una amenaza global, urgente, prioritaria, frente a la que sólo había una opción: plantarle cara.

Quienes hemos seguido con admiración el valor indomable de los "peshmergas" (en kurdo, "quienes no temen a la muerte"), quienes conocemos lo que han logrado esos hombres y mujeres contra todos los obstáculos, no dábamos crédito a la súbita, mezquina decisión de Trump de abandonarlos a su suerte. “Los kurdos no nos ayudaron en Normandía”, dijo. Nadie podía creerlo, ni siquiera en su propio país, desconcertados y furiosos sus mandos militares tras años de estrecha colaboración y buenos resultados. Luego todos entendimos con desolación que abría la puerta a Erdogan para que el segundo ejército más grande de la OTAN atacara a uno de nuestros mejores socios antiterroristas, y así pudiera ejecutar con impunidad lo que Turquía lleva un siglo buscando: acabar con los kurdos. A la vez que lo invitaba, por cierto, a visitar la Casa Blanca en noviembre.

Los kurdos son hoy una nación sin Estado de casi cuarenta millones de personas, repartidas en los cuatro países a orillas del Éufrates y el Tigris, la antigua Mesopotamia: Turquía, Siria, Irak e Irán. Tienen una particularidad que los hace extraordinariamente resilientes (y ejemplares, desde mi punto de vista): siempre han antepuesto su identidad nacional a sus creencias religiosas. Encarnan la diversidad que caracteriza a Oriente Medio siendo un ejemplo de convivencia entre musulmanes de distintas corrientes y cristianos, yazidíes e incluso judíos. Esta enésima traición a los kurdos del siglo XXI es la última constatación de la forma tan cruel e irresponsable en que puede comportarse un gran poder concentrado en manos no confiables, caprichosas. Que no es nueva ni debería sorprendernos, pero que nos indigna. En el Tratado de Sévres de 1920, que ponía fin al Imperio Otomano, los aliados les reconocimos un derecho de autodeterminación que nunca se aplicó, y quedó hecho añicos tres años después con el Tratado de Lausana.

Anteriores presidentes de Estados Unidos como Nixon y Bush también lo hicieron, pero este volantazo demente de Trump lleva al mundo a un precipicio innecesario. Además de posibilitar el resurgimiento del autodenominado Estado Islámico, permitir esta ofensiva militar turca (que ya ha golpeado duramente la zona nororiental de Siria y provocado la muerte de más de 50 civiles a ambos lados de la frontera) puede derivar en una limpieza étnica de la población kurda de esa zona. Un autócrata integrista como Erdogan sólo puede considerar como una amenaza lo que los kurdos sirios estaban construyendo en Rojava (así llaman al Kurdistán sirio): un proyecto de sociedad democrática, igualitaria, sostenible. Podría ser un ejemplo demasiado inspirador para los millones de kurdos que viven en Turquía. Mientras, mantiene la mano en la espita de los más de tres millones de refugiados sirios que aloja en su territorio con financiación europea para que la Unión no se le eche encima, más allá de algunas alharacas.

Hartos de nosotros, el líder militar de los kurdos sirios, el general Mazloum, nos lo ha dejado claro: “Necesito saber si son capaces de proteger a mi gente, de evitar que estas bombas caigan sobre nosotros o no. Necesito saber, porque si no lo hacen, tengo que hacer un trato con Rusia y el régimen ahora e invitar a sus aviones a proteger esta región”.

Yo no tengo una respuesta. Y, lamento decirlo, me resulta muy difícil confiar en quien no hace honor a su palabra. Pero, como recuerda Manuel Martorell, me gustaría que la comunidad internacional saldara la deuda contraída con el pueblo kurdo. Y que, de una vez, los kurdos pudieran dejar atrás el viejo grito que han lanzado durante décadas para clamar contra el abandono internacional: “¡Las montañas son nuestras únicas amigas!”.

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