ANÁLISIS

Boris Izaguirre y la dificultad de 'Prodigios'

Un momento de la tercera temporada de 'Prodigios'.
Un momento de la tercera temporada de 'Prodigios'.
RTVE

TVE ya está emitiendo la tercera temporada de 'Prodigios' (sábados a las 22.00h., después de 'Informe Semanal'). Un formato de éxito en Francia que es perfecto para la televisión pública, pues busca divulgar el universo de la música clásica a través de las inclusivas dinámicas del género del 'talent show'. Porque 'Prodigios' es otro talent show, como 'La Voz' o 'Got Talent', con niños jugando y con la sensibilidad de los planos de reacción de un jurado compuesto de forma fija por Nacho Duato, Ainhoa Arteta y Andrés Salado. La diferente y arriesgado (bendito riesgo) está en que, aquí, se compite en disciplinas de danza, instrumental y canto. La divulgación de la música clásica, en sus múltiples variantes, toma fuerza en el prime time.

Pero para lograrlo 'Prodigios' debe sortear obstáculos. Incluso a la hora de realizar el casting, pues aún desde determinados ámbitos de la cultura se mira con prejuicio a la televisión. Como si por ir a un programa de televisión -que también es cultura- la reputación de la posible trayectoria de un joven bailarín se puede desvanecer para siempre. Es una complicación de 'Prodigios', que se agrava con el paso de las temporadas. Cada vez cuesta más encontrar niños que quieran acudir a la tele en un país como España.

Otro de los handicaps del formato es que la emoción del espectáculo para todos los públicos permita que sean más accesibles las disciplinas en concurso. No juega a este favor la intensidad que puede atesorar la solemne apariencia de la música enfrentada a un jurado. Hay que rebajar la trascendentalidad para que el programa no parezca desconectado de la calle. Ahí ejerce una brillante labor Boris Izaguirre. La combinación de su cultura, travesura y curtida experiencia en la pequeña pantalla hacen de Izaguirre el presentador perfecto. Pone orden al show, sirve de guía como relatador de las idas y venidas del guion y, sobre todo, relativiza la vida, tan importante. 

El papel de Boris Izaguirre es complejo, más aún en tiempos en el que el gran auditorio donde se rueda el show está en silencio -ya que sus gradas no pueden ocuparse por la crisis sanitaria-, pero él cuenta con la pericia para que la incertidumbre del momento de la grabación no nuble el servicio público del espectáculo. Desengrasa con su picardía, que hace más llanos protocolos de lo pretendidamente culto y favorece un clima de cercanía que permite que incluso los jueces se abran más y compartan vivencias más próximas. Unos jueces que por lo general no abusan de frases vacías 'bienquedas' ni expresiones condescendientes. El jurado explica y argumenta. Así los pequeños candidatos aprenden y el público también.'Prodigios' tiene cierta 'chicha'. No se queda en lo básico, crucial como impulso al interés en lo que está pasando en el auditorio. Los adultos aprenden de los niños y los niños aprenden de los adultos.

Con las experiencias compartidas, 'Prodigios' se hace más grande. No obstante, lo bonito del programa está en que consigue trasladar la cultura del esfuerzo al prime time a la vez que desmonta el viejo tópico de 'la música clásica es aburrida' al quitarla corsés e incorporarla esa popular emoción de la maquinaria de la televisión. Porque el prime time no es incompatible con mostrar el talento del esfuerzo. Al contrario, este puede ser bastante más potente telegénicamente por la implicación del que lo desarrolla que el talento inconsciente. Sólo hay que retratarlo con astucia, generosidad y sin engolamientos. Ahí está la dificultad, y ahí Boris Izaguire está perfectamente cómplice.

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