Aprender sin prejuicios del pasado

Cómo solucionar el fracaso de la actuación musical en televisión

La mecánica de producción de los formatos musicales  y las dinámicas de la industria impide dejar fluir la personalidad propia de los artistas. 

Camilo Sesto por los suelos de Florida Park, en 'Esta noche... fiesta' de José María Íñigo
Camilo Sesto por los suelos de Florida Park, en 'Esta noche... fiesta' de José María Íñigo
Borja Terán

La 2 ha estrenado en los jueves noche 'Tesoros de la tele', un nuevo formato que rescata el valioso archivo de Televisión España. Pero esta vez, lo divulga con tiempo. Es decir, la diferencia de este programa con otros de 'revival' está en que no es un zapping frenético de un batiburrillo de momentos y se ven fragmentos de espacios emblemáticos al completo. Sin necesidad de trocear demasiado las declaraciones, dejando a medias al espectador.

Como el programa no tiene presentador y no resume el contenido con esa velocidad del cliché del prime time de 2020 en donde casi no se puede dejar ni al espectador respirar, se intenta dotar de ritmo a la imagen de 'Tesoros de la tele' con un colorista grafismo, algo hortera, que emula a una moviola que no para de girar. Así se intenta dar más movilidad al programa. Aunque cierto es que este diseño podría estar mejor compuesto para atraer a todo tipo de públicos desde la modernidad.

Cada semana, 'Tesoros de la tele' se centrará en un contenido mítico de TVE. En su estreno, José María Íñigo y los históricos momentos que dejaron sus formatos 'Directísimo' y 'Esta noche... fiesta'.  Momentos televisivos de los que hay tanto que aprender...

Íñigo era un maestro de la televisión. Aportó rotundidad y atrevimiento a una televisión que necesitaba preguntas con más viveza que soltaran aquello que el espectador esperaba desde su casa. Sabía escuchar, sabía incidir, sabía ironizar, sabía reconducir con una vanguardista concisión unos directos en los que, de repente, Lolita Flores invitaba a todo España a su boda y José María, rápido de reflejos, replicaba con "esta invitación es un poco amplia", como oliéndose lo que después iba a pasar: el colapso de la iglesia y el "si me queréis, irse" de la icónica Lola Flores.

Pero también ver en 2020 estos programas nos enfrenta a la perspectiva de cómo han cambiado las celebrities en televisión. Ahora acuden con más corazas a las entrevistas, no se abren tanto porque sienten más de cerca cómo se juzga cada declaración inmediatamente después. Aunque, sobre todo, se observa la forma en la que han involucionado las actuaciones musicales en la pantalla, lo que ha llevado a un desinterés de la música en televisión.

En la televisión de antaño se promovía un concepto contundente de cada propuesta musical. Sin miedo a saltarse las reglas. Incluso sin miedo de las propias folclóricas a seguir hablando aunque el presentador ya hubiera despedido el programa. Véase a Rocío Jurado diciendo que esperara el 'Telediario' que ella tenía que decir algo más. Y era bautizar a una pequeña Rosario Flores como 'artista'.

El intérprete se dejaba la piel. O hacía que lo pareciera. Había que transmitir, había que traspasar sin medias tintas. Por lo tanto, no valía con cantar: había que narrar. Todos los intérpretes que pasaban por los escenarios de Íñigo lo hacían. A su manera, pero lo hacían. Sus programas eran una plataforma de audiencias únicas. Un escaparate que catapultaba al éxito. Pero ese éxito era más perdurable si demostraban su carácter propio. Camilo Sesto, Raphael, Rocío Jurado...  Paralizaban al país, porque interpretaban más que cantar. Aunque la letra del tema no fuera suya, daba la sensación que compartían sus propios sentimientos de una vida vivida intensamente. 

También se cuidaba la puesta en escena. No había grandes pantallas de led como salvavidas. No hacía falta, se intentaba crear atmósferas dotando de fuerza a la canción compenetrando al mismo ritmo musical la coreografía del atrezo, telones de fondo, luces, juego de cámaras e interpretación del artista, músicos y cuerpo de baile, en el caso de que existiera cuerpo de baile. Y si no se disponía de grandes focos, daba igual: directamente se potenciaba la narración de un concepto de historia a través del primer plano del protagonista enfrentado a los rostros de reacción del público. Pero, claro, para lograr este resultado hacía falta planificación creativa y tiempo para cierto ensayo.

En cambio, en la década de los noventa, la televisión se fue convirtiendo en una especie de factoría en cadena en la que se primó un monótono playback. Incluso había artistas que salían como autómatas a hacer que cantaban su canción. Muy cómodo, pero no había sorpresa en tales propuestas. Ni siquiera escenografía para impulsar el tema musical. Como consecuencia, cuando surgió Youtube los programas con actuaciones musicales dejaron de tener interés. A sólo un clic, en las redes sociales, se podía conectar con un videoclip más elaborado que lo que ponían en la tele. 

Los directivos pensaron que la música ya no funciona en televisión. Pero no es que la música no funcione,  el problema es cuando no hay arte que desafíe al espectador en el plató. Hasta se confunde una puesta en escena con llenar esa prototípica pantalla de leds del fondo de decorado de animaciones inconexas que no van ni siquiera al compás de la realización y la música. Así todos los programas parecen el mismo, no se favorecen narrativas tan sencillas como contundentes que proyecten y desafíen la autenticidad de los cantantes por la pantalla. Porque la audiencia, como en los años setenta, sigue necesitando encontrar artistas que le movilicen los sentidos. Hay que volver a interpretar las canciones, hay que salir al escenario incluso sin miedo a la sobreactuación de la pasión. 

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