
España no celebraba Halloween, pero Chicho Ibáñez Serrador ya disfrutaba incorporando sustos a sus programas de entretenimiento. Es uno de los grandes legados del maestro de la televisión en España: su habilidad para entender que un buen guion no entiende de género televisivo. Da igual que sea de un programa, de un concurso o de una serie, siempre es crucial definir bien el arco dramático de los personajes protagónicos, con sus motivaciones que hace empatizar (para bien o para mal) con ellos y, por supuesto, con ciertos vuelcos dramáticos para evolucionar su existencia.
'Un, dos, tres... responda otra vez' es el formato más preciado de nuestra historia televisiva porque Ibáñez Serrador armaba con brío un relato de varias capas para que, después, sobre esa base minuciosamente escrita, la incontrolable espontaneidad de la verdad de un concurso fuera aún más imprevisible. Así incorporó ideas dignas de sus terroríficas ficciones, como 'Historias para no dormir' en TVE o 'La Residencia' en cine, a la dinámica de un concurso en el que irrumpían sin avisar personajes surrealistas por la escalera o hasta estaba bien establecido el contrapunto de los antagonistas -como en cualquier ficción-, como es el caso de Las Tacañonas. Estos daban más vida a las diferentes pruebas del juego.
De hecho, la propia sintonía del show intentaba sugestionar al público con el ambiente festivo del show y, a la vez, recalcaba en su cabeza el sentido de los personajes principales con rótulos animados que presentaban quién estaba en 'la parte positiva' o 'la parte negativa'. Se incidía en el sentido vital del elenco que interpretaba papel. Hasta del carácter del propio autor del invento: "si algo falla el responsable es Chicho Ibáñez Serrador".

Retorciendo el guion con la travesura del guionista de terror que siempre fue, Ibáñez Serrador abrazaba una armonía perfecta para el éxito televisivo sustentada en mantener prendida la ilusionante capacidad de sorpresa del espectador. No se quedaba en la dinámica habitual de un concurso de prime time, que también, y aderezaba la historia con tramas de suspense, que aumentaban la intensidad del programa. Y giraban cada entrega en una emisión diferente que la audiencia no podía pronosticar. Como consecuencia, el truco del susto -aunque no fuera Halloween- siempre planeaba con maldades dispuestas a descolocar con humor a los participantes e incluso al público en el estudio, que era otro protagonista principal más del espectáculo. También tenía su función bien definida. Aunque no lo supieran.
Así, la disposición de la grada se colocó en la espalda de los concursantes -y no frente a ellos como era lo habitual- para que las reacciones de los asistentes enriquecieran cada minuto de la subasta final. Y, claro, Chicho hacía de las suyas para provocar su asombro constantemente. Tanto que, a veces, pringaba al personal lanzando vísceras desde el cielo del plató. En una ocasión, incluso colgó sobre las cabezas de la audiencia un ataúd del que cayó un supuesto cadáver que, en realidad, era un muñeco. Para ello, antes, intentó engañar la percepción del público haciendo creer que dentro de la caja había un hombre de verdad. Y no un peluche con forma humana. La cara de terror de la audiencia, junto con la risa pícara de Mayra Gómez Kemp, propiciaba esa fuerza única de programa en el que todo podía pasar.
Ibáñez Serrador fue pionero en ridiculizar el miedo (y la muerte) en televisión con ese punto de imaginativa y socarrona maldad que, al final, conseguía su objetivo: conquistar la complicidad de un espectador gracias a su reencuentro con la ilusión de la inocente sonrisa infantil. Esa que creíamos ya tener controlada.
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