OPINION

El debate a cinco, una involución para la TV, para los políticos y para el espectador

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EFE

En tiempos de teatralización máxima de la política, el debate televisivo en prime time es el formato en el que los partidos políticos logran más impacto social con su argumentario. Pero no a través de la reflexión profunda de sus programas electorales, más bien intentando lanzar ese golpe de efecto que atrapa la emoción del espectador. Porque en el frenesí del horario de máxima audiencia el público conecta -o no- con los líderes gracias a la empatía que proyectan. Esa capacidad con la que manejan su carácter, su entonación, la comunicación no verbal y el cómputo general de los rasgos de personalidad.

Y, menos Santiago Abascal -que era su primer debate-, los cuatro principales candidatos están curtidos en el control del plató de televisión, sobre todo Pablo Iglesias y Albert Rivera. Aunque, eso sí, los cinco controlan muy bien la viralidad instantánea en la que vive la política, que busca convencer más con ayuda de la indignación sobre el opuesto que de la imaginación con sus propuestas.

El problema es que este debate televisivo no se lo ha puesto nada fácil para proyectar bien su discurso porque ha supuesto una involución en narrativas audiovisuales.

La Academia de la Televisión ha sido la organizadora del evento. Así esta institución logra visibilidad y se afianza en el sector que intenta proteger. Y los partidos, tal vez, pensaron que la Academia facilitaba un escenario menos hostil para este choque a cinco, ya que de esta manera nadie enfadaba a ningún canal eligiendo una u otra emisora y, a la vez, esta organización cuenta menos poder para imponer nada. Pero, en realidad, al final, han perdido todos. Incluso los cinco candidatos. Porque la apuesta televisiva era tan floja que no ha beneficiado a sus personalidades y discursos. 

De hecho, el debate ha sido bastante más encorsetado visualmente que sus predecesores en TVE y Atresmedia, que habían realizado grandes avances en libertad periodística y creativa. No sólo con la flexibilidad de las preguntas de los periodistas, también con una realización muy hábil para enriquecer todo el encuentro con la rapidez de reflejos que requiere mostrar los detalles de la comunicación no verbal con planos de reacción. Visualizar bien la reacción, clave en televisión para narrar la complejidad de la historia que atesora cualquier emisión.

En cambio, esta noche, ha faltado agilidad con las reacciones de los oponentes. La realización ha sido lenta, previsible e incluso claustrofóbica. Es más, los encuadres de cámara han llegado a encajonar a los candidatos. Muy negativo para ellos. Lo que creaba una estampa hostil de los líderes y hasta poco equitativa entre ellos, ya que no siempre todos los candidatos han tenido la misma presencia en plano. Por momentos, el encuadre de Pablo Casado lo hacía más pequeño que a otros líderes. Aunque esta anomalía se fue arreglando durante el programa.

Tampoco ha ayudado la escenografía. Un decorado obsoleto, sin ninguna profundidad ni movilidad en los paneles traseros y con unos atriles subidos en plataformas estancas, que limitan estéticamente y fomentan la percepción de mitin unilateral de cada uno, cuando el cometido de una escenografía de estas características es justo la contraria: favorecer el debate. 

Un decorado televisivo de un debate en prime time debe ayudar a que el público sienta la tertulia. No ha sido así. El plató del debate ha sido un set ideal para mítines con unos atriles que han mutado a los candidatos en teleñecos, atrincherados detrás de una tosca vitrina, desde la que  parece que les cuesta mirarse entre sí. No tanto porque no quieran mirarse. La disposición de los atriles ha dificultado la interacción entre los oponentes a vista de cámara. Y el debate es en televisión y, por tanto, debe estar pensado para que el debate se sienta por las cámaras.

Por no hablar de la iluminación, gris. Junto a ese fondo escénico plano, sin ninguna movilidad y sin nunguna pantalla led con cierta animación que otorgue dinamismo -pantallas que se alquilan a precios muy asequibles en la actualidad-, la iluminación ha dibujado en los televisores a unos políticos lánguidos. Mala cosa esta estampa para sus discursos. Tonos apagados en un plató pequeño que cobija un espacio muy grande -el Pabellón de Cristal de la Casa de Campo- que potencia otra contraindicación: un anticlimático silencio de fondo con cierto eco. Hasta se ha escuchado un grito retumbar de algún lugar. Como si fuera de ultratumba. Gajes del directo.

Quizá los partidos pensaron que la Academia, al ser una entidad sin tanta implantación e influencia social como las cadenas tradicionales, podría ser el lugar ideal para un debate más asequible. Y es una realidad que, en este encuentro en prime time, los líderes no se han visto tan expuestos como en los anteriores debates en TVE y Atresmedia, donde los realizadores tuvieron mayor ingenio y osadía en la utilización de pantallas partidas para dar ritmo al tedioso debate. Y mostraron, en directo, sus debilidades y fortalezas de la comunicación no verbal hasta dividiendo la imagen en numerosas ventanas. Así la audiencia observaba a todos los candidatos a la vez con sus reacciones retratadas con minuciosidad, hasta cuando pensaban que no estaban en imagen. Lo que les hacía más vulnerables de cara la audiencia, pero también lo que les hacía más de verdad, más identificables.

La Academia de TV ha tenido seguro buenas intenciones para lograr organizar el debate. Lo ha conseguido, una vez más, y lo ha montado con solvencia en tiempo récord. Es su oportunidad para seguir creciendo como organización. Pero objetivamente este debate ha supuesto un demasiado evidente paso atrás para nuestra televisión, en donde los profesionales de TVE y Atresmedia ya han demostrado estar a la vanguardia a la hora de innovar en este género. Mención especial a Vicente Vallés y Ana Blanco. Esta última, este lunes ha recordado porque es una de las periodistas con más longeva credibilidad de nuestro país: habilidad para guiar desde un sosiego tan didáctico como lúcido. Blanco ha sido de lo mejor de la noche por coherente, incisiva repartiendo turnos y poniendo orden con sensible rotundidad.  Sin embargo, el debate del 10N ha sido una involución en términos gruesos para nuestra televisión, pero también para los propios políticos. Si sus asesores no querían que parecieran líderes grises, el envoltorio escénico ha sido un perfecto boomerang para plasmar lo contrario: el interés de sus discursos ha menguado con una realización aburrida y lenta, fotografía apagada y un grafismo miope. Nada visualmente parecía actual.

Porque la modernidad televisiva, esa que saca jugo a todos los elementos que dispone una emisión para acercar con más interés al público la política y sus propuestas, ha sido prácticamente invisible esta noche. Se ha retransmitido un debate, sí, pero no se ha contado una historia desde dentro. Y es que a veces se evoluciona y, otras, se retrocede. También en televisión. 

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