OPINION

El odio ciego que despierta 'Operación Triunfo' en los "defensores" de la cultura

España elegirá en OT a su representante para Eurovisión: las claves
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Amaia será cultura.

La cultura siempre es peor si está encerrada en acristaladas vitrinas a las que no siempre es fácil tener acceso. En este sentido, la televisión ha sido una ventana democráticamente abierta a despertar inquietudes a través de sus programas de entretenimiento, con los que el espectador se divierte y, al mismo tiempo, aprende. Aunque, a veces, no lo parezca. Así sucede con determinados talent shows, que no son sesudos documentales de la hora de la siesta ni vetustos conciertos de cámara, pero sí son espacios que generan curiosidad entre luces, risas y emoción. Y, al final, la cultura es eso: emoción.

Sin embargo, tradicionalmente, el incontrolable poder de masas que atesora la televisión ha propiciado cierto desprecio de los "protectores" de la cultura como un encorsetado bien, que para algunos no hay que mover de su urna, su museo o su mausoleo. Como consecuencia, la televisión de masas siempre ha sido mirada con cierto desdén, convirtiéndose en la caja tonta aunque, en verdad, sólo se lo haga.

Cuando llegó Operación Triunfo en 2001, los puristas de la música se lanzaron encima del concurso: como si esa hornada de jóvenes artistas no tuvieran la oportunidad de aprovechar la posibilidad de concursar en un show musical, como tantos, para promocionar su talento. Al igual que hizo Nino Bravo o Rocío Jurado en Pasaporte a Dublín, allá por los setenta.

Han pasado 16 años de aquel primer reality musical con Rosa, Chenoa y Bisbal, OT ha regresado y la historia se repite: "qué mala es la televisión, qué mediocre es su contenido", sentenciarán algunos en plena desconexión del tiempo en el que están viviendo.

Atacar un concurso como OT2017 es limitarse y perder la ocasión de observar el contexto global que esconde a nivel social un formato televisivo de estas características.

Vale, el nuevo Operación Triunfo no deja de ser un programa de televisión, con sus elementos buenos y malos, pero un formato que tampoco hay que infravalorar, ya que está despertando la ilusión por nuevos cantantes entre un potente perfil de público,  compuesto especialmente por jóvenes, que son capaces de comprar unas entradas carísimas en unos grandes estadios para ver a los alumnos de una Academia.

Y lo hacen porque están aprendiendo junto a esos alumnos. Aprendiendo como evolucionan, aprendiendo como se equivocan, aprendiendo como digieren la fama instantánea de la tele, incluso aprendiendo a aprender la música. Porque viendo OT se aprende. No es un virtuoso Máster en piano, pero sí que descubre herramientas prácticas con aporte social en convivencia, en cultura musical y hasta en industria musical.

De hecho, la Academia cuenta en su claustro de profesores con Guille Milkyway, que en sus clases está realizando una encomiable labor para relativizar los rangos de la conservadora pulcritud de la música. O, lo que es lo mismo, pone en valor la música. Toda la música. O esa música en la que es fácil sentirse retratado, como la que hace él mismo a través de La Casa Azul. Sin complejos, sin esnobismos, con luz y mirada propia.

Una puesta en valor que no era nada habitual en los últimos tiempos en una televisión generalista atada a un playback de usar y tirar que, además, sólo acogía a un estilo de artistas de masas. 

Pero este OT2017 está invitando a la tele a talentos más plurales, consolidados y emergentes, que representan a la diversidad que está moviendo la industria musical en España. De los más vendidos a grupos independientes, que no contaban con ningún hueco en las cadenas nacionales. De Vanesa Martín o Pasión Vega a El Kanka, Funambulista o Miss Caffeina. Artistas que, ante los alumnos televisivos y la audiencia de la edición de 2017 de este talent-reality-show, están explicando su experiencia en los escenarios, mientras dan a conocer su música. Hasta, algunos, relativizando lo que supone la fama televisiva. Falta nos hacía...

TVE llegó a tener más de 20 programas musicales en la misma parrilla en los años ochenta, por diferentes géneros y pretendiendo hacerlos accesibles para la mayor parte de la audiencia. En cambio, TVE ya no produce prácticamente música y lo que graba lo lanza a las madrugadas de La 2, como si fuera la papelera de basura. Sin promoción, como un trámite que define una perversa invisibilidad.

Pero TVE debe aprender de su rica historia y volver a incorporar programas musicales que conecten con el tiempo en el que vivimos. Es su función como televisión pública, un servicio crucial para impulsar el arte autóctono. Pero OT no tiene la culpa de esta situación: es un concurso, no un documental de música. Aunque, paradójicamente, el veterano reality musical ha vuelto renovado con cierta habilidad para llegar donde otros se habían olvidado de llegar y apuntarse el tanto. Vamos, que ha conseguido conectar con una realidad social que llena festivales de música, que se prepara en escuelas de música y que incluso, a través de las redes sociales, se intercambia vídeos de Youtube de música de todo tipo, sin caer en los clichés de cultura de primera, segunda o quinta.

Al final, el problema está en que OT es un show de televisión. Y ya se sabe, para algunos, eso nunca será cultura. Porque, para algunos, la cultura es incompatible con lo popular.

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