OPINION

Jorge Javier Vázquez, el presentador superviviente

jorge javier vazquez
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Jorge Javier Vázquez ejemplifica la evolución de un presentador en televisión. De colaborador chismoso al maestro de ceremonias imprescindible de nuestra pequeña pantalla.

Mucho ha cambiado la vida de este periodista del corazón desde que llegó a Madrid en 1995 como cazador de información para la revista Pronto. Entonces, su ironía ya apuntaba maneras. Pero pocos se imaginaban el poder mediático que le esperaba a la vuelta de la esquina.

Fue en 1997 cuando Ana Rosa Quintana y Rosa Villacastín le contrataron como colaborador del programa Extra Rosa de Antena 3. En los años siguientes, su capacidad para ‘pinchar’ a Ana Rosa desde los sofás de Sabor a Ti se convirtió en la gran revelación de los magazines de tarde. Jorge Javier Vázquez ya se había quedado en el negocio de la televisión para siempre. Aunque él, probablemente, no lo sabía.

El informativo rosa Rumore, Rumore o Día a día con María Teresa Campos fueron otros espacios que curtieron a este comunicador, sin prisa pero sin pausa. No obstante, Aquí hay tomate y, más tarde, Sálvame marcaron un antes y un después en la carrera de Jorge Javier. Había muerto el colaborador, nacía el maestro de ceremonias.

Y es que la evolución delante de la cámara de Vázquez ha sido colosal. De las presentaciones estáticas y atadas al maquiavélico guion de Aquí hay tomate a lograr una gran complicidad con el espectador gracias a su control absoluto de la escena, que le permite salir indemne de los límites tóxicos que rozan los delirios de Sálvame.

La corrosión es su as en la manga, su cercanía imperfecta también. Así, ha conquistado a una legión de seguidores fieles haga lo que haga. Una reputación que se reforzó en Supervivientes, que regresa esta noche a Telecinco y donde su traviesa rapidez de reflejos se ganó el respeto de la crítica.

Porque puede gustar más o menos, pero Jorge Javier ya está en la primera división de los mejores presentadores de nuestras cadenas.  ¿Cómo lo ha conseguido? Aprendiendo a controlar los engranajes del plató, al mismo tiempo que se ha dejado llevar delante de las cámaras sin demasiadas corazas: con sus maldades, con sus guiños, con sus ironías, con sus reflejos, con su espontaneidad. En definitiva, con su audaz instinto televisivo.

De esta forma, gracias a su personalidad, se ha ganado a pulso ese valor añadido que sólo logran unos pocos presentadores: desprender una complicidad que el espectador puede odiar y querer a partes iguales, pero que jamás te deja indiferente.

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