OPINION

Los programas de viajes: la revolución de un género televisivo de sigiloso éxito

Michael Portillo
Michael Portillo

En tren con Michael Portillo, Lonely Planet, El Viajero Empedernido, Planeta Finito... La larga lista de programas de viajes es difícil de contabilizar. Porque es un tipo de programas que provoca ese superpoder de la ensoñación. De ahí que pertenezcan al género de formatos 'aspiracionales', que sirven a la audiencia para coger ideas para futuras escapadas o, directamente, para vivir la experiencia de descubrir sin salir de casa. Ya Chicho Ibáñez Serrador explotaba la fuerza de viajar en el prime time con ediciones especiales de 'Un, dos, tres' que mandaban a las azafatas a paraísos lejanos y, normalmente, rentablemente patrocinados.

Pero, claro, para lograr esa catarsis aspiracional los programas de viajes tienen que seguir unos protocolos o no conseguirán esa paradisiaca postal que entra por los ojos del público. Así que el verano es la temporada alta de rodaje de los documentales de viajes. No vaya a ser que llueva y los lugares a visitar no luzcan como deben. Nada de borrascas, bien de luz solar.

Tampoco vale cualquier destino. Nueva York es la ciudad en la que más programas de viajes se han grabado. En España, incluso determinados formatos como 'Madrileños por el mundo' ha hecho diferentes visitas con distintas temáticas a la capital de los rascacielos, que si Navidad, que si otoño, que si todo vale. Porque la Gran Manzana es infalible para elevar la cuota de pantalla justo por delante de París, la otra super capital protagonista de este género. Y es que en la ensoñación del espectador también suma el glamour que se nos ha marcado a través del romanticismo que proyecta, por ejemplo, la cultura cinematográfica.

Así los programas de viajes de las cadenas comerciales tiran de estos reconocibles epicentros porque siempre suben el share. Aunque repitan destino todos los años. Da igual. La audiencia lo demanda. Porque la audiencia sigue ansiando con pisar París o Nueva York, año tras año. Una ciudad en la que sientes que has estado aunque no hayas ido gracias a la influencia de las películas.

Pero el cimiento del éxito televisivo no sólo está en lo que ya conocemos y reconocemos, también estriba en descubrir. Y ahí los docushows de viajes tienen materia prima inagotable. Aunque, como el espectador cada vez tiene menos paciencia, en las cadenas más competitivas este tipo de documentales han dejado atrás la sesuda narración de las tradiciones, monumentos y avatares geográficos de los diferentes lugares para dar paso a los testimonios en primera persona. Mejor aún si el guía es un peculiar personaje, ya sea un risueño reportero o un ex político pintoresco como es el caso de Michael Portillo y sus viajes en tren. Quizá no le falta ya ni una estación ferroviaria en el planeta por pisar.

Rompedor en este sentido fue 'Madrileños por el mundo', que directamente puso a madrileños migrados a contar la existencia en las ciudades a las que marcharon. Sin rostro de presentador, el valor de interés para el prime time de este programa está simplemente en que vemos a indentificables congéneres en otro lugar del mundo y triunfando. Porque casi todos han triunfado allí. Tienen una vida aparentemente de metas vitales logradas y, claro, estos formatos van de soñar. Porque los viajes son para romper con la rutina y, por tanto, las guías de viajes televisadas también deben quebrar esa monotonía con tramas que favorecen el deseo y no el drama.

Los programas de viaje siempre suelen tener final feliz, pues. Como esa postal que son. Pero el público ya no se conforma con postales que resuman la vida de la ciudad como sucedía antaño y, ahí, este género vive su revolución. La audiencia quiere historias que retraten el cotidiano día a día de esos puntos del planeta a los que pretender e incluso anhelar aunque nunca los hayas pisado en la realidad. Los programas de viaje lo consiguen, aunque ahora si van a Nueva York casi ni muestren la Estatua de la Libertad. Mucho mejor plasmar cómo es la existencia de la taquillera que vende las entradas para entrar a la Dama de Hierro. O, al menos, intentarlo.

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