La sociedad del populismo viral

Todos somos culpables

La forma de consumo de las redes sociales y la ingeniería táctica a la hora de colocar determinados mensajes ha provocado una legitimización de la mentira peligrosa para las democracias. 

Twitter Trump, cancelado
Twitter Trump, cancelado
Twitter

Noche del seis de enero. Usuarios de las redes sociales piden intensamente que la televisión generalista española suspenda su programación y emita en directo el asalto al Capitolio de Estados Unidos. Aunque no existan nuevas imágenes, aunque no existan nuevas certezas. Lo importante es sentir que estamos asistiendo a un momento histórico en tiempo real y en prime time, mientras que lo comentamos en primera persona en las redes sociales. Nos sentimos partícipes, y hasta canalizamos la indignación a golpe de Twitter. Lo que propicia que la información viaje a una velocidad que, sin novedades, corre el peligro de transformarse en especulación. A menudo, ni siquiera con margen de tiempo para elaborar la narración de los hechos con la perspectiva suficiente.

Esta situación de las nuevas formas de consumir la información, donde incluso las redes sociales se convierten en la fuente principal de imágenes para los propios medios de comunicación tradicional, también define el auge de Trump que ha terminado llevado a colectivos extremistas norteamericanas a sentirse legitimados a una irrupción en el Capitolio.

Las redes sociales y aplicaciones de mensajería instantánea se han convertido en el canal donde se lanzan bulos sin intermediarios. Y, muchas veces, incluso los medios pican en el anzuelo: transformándose en el altavoz. Al mismo tiempo, esos mismos bulos y aquellos que los lanzan intentan desacreditar a la prensa tradicional para dejarla bloqueada socialmente de cara a su función de contrastar, verificar y velar con responsabilidad por una sociedad libre. En la relevancia de esa libertad, las empresas que son las redes sociales han llegado tarde a la hora de, al menos, intentar frenar información tóxica, que se cuela por sus resquicios de manera incontrolable. Complicado asunto. Tan complejo que ha dejado como paralizado al periodismo clásico en un momento en el que, todo esto, ha ido favoreciendo a un espectador creyente en vez de a una audiencia crítica. Es decir, una parte de los usuarios van allá donde saben que les van a ofrecer aquello que quieren escuchar. Y si no, no se lo creen. Sólo escuchan lo que necesitan escuchar.

Un peligroso escenario para el progreso de la sociedad que vive un punto de inflexión con el asalto del Capitolo. La noticia en sí es muy relevante porque un país como Estados Unidos sufre una ocupación en su Congreso. Pero, también, es relevante porque plasma las consecuencias de la ingeniería de la mentira hecha a medida para crear corrientes de opinión en las redes sociales. Una nueva realidad que se expande gracias a la efervescencia con la que se consumen los contenidos de las redes sociales, con una combinación de elementos perfecta para manejar a la masa. 

Porque es habitual usar los perfiles de las redes sociales con una apasionada velocidad. Como consecuencia, compartimos con más ímpetu aquello que nos indigna que lo que nos aporta. Resultado: los populismos crecen. Son los que logran el protagonismo con su particular provocación. Incluso se pone más el foco en lo pintoresco que en lo relevante. Algunos partidos hasta fuerzan delirios para conseguir esa atención que les otorga la relevancia desde la irrelevancia. Ahí ha cimentado Trump su popularidad mundial desde antes de ganar las elecciones, en lo entrañablemente estrafalario que le proyecta y, a la vez, construye crédulos mientras sus mensajes (y falsedades) se expanden directamente por aquellos a los que se ofenden, ya sea a través de la prensa tradicional o a través de las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea.

Porque esa ingeniería de la indignación de las redes sociales ha propiciado que la mentira ya no tiene que sufrir el filtro de los medios de comunicación, tiene su propio canal de distribución en el que todos nos convertimos en responsables. Responsables en cómo utilizamos el lenguaje, responsables en cómo devaluamos palabras como fascismo, responsables en propagar odio hasta cuando queremos defender derechos. Nos irritan y, al final, nos anulan porque nos enfrentan enfureciéndonos.

Y qué fácil es picar el anzuelo. El asalto al Capitolio es el resultado de meses y meses con Trump y secuaces incendiando con mentiras la opinión pública. Él seguía en su despacho en la Casa Blanca, calentito, jugando con su avaricia como si fuera aquel reality show que protagonizó y que todos queremos vivir en riguroso directo no tanto por estar informados más bien porque nos recrea. Pero no, esto es la vida real y a veces se nos olvida al querer tuitearla en riguroso directo como un videojuego. Todos tenemos que hacer autocrítica colectiva porque discrepamos en las redes sociales como si fuera un reality de entretenimiento y en esa irritación creciente está nuestro futuro, donde la deshumanización del frentismo anónimo puede desembocar en un negro porvenir. De ahí, tal vez, que Twitter y Facebook hayan decidido cancelar los perfiles de Trump para evitar su inflamable gasolina social en forma de proclamas. Quizá han tomado la drástica decisión demasiado tarde. Pero ya se han sentido una herramienta útil para propiciar un asalto con cinco muertos. 

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