OPINION

El discurso del Rey, por encima de la lluvia de Rufián

La medida del discurso del Rey en Nochebuena la dan todas las reacciones que provoca, sobre todo las de los más enfadados. Pablo Iglesias ha dicho que España no necesita reyes, pero Iglesias aún no sabe que son los padres y resulta enternecedor que a su edad siga manteniendo la ilusión. También ha hecho alguna gracieta sobre el asunto Gabriel Rufián, pero es que si Rufián no rufianea con las cosas de uno, es que uno no es nadie. Por eso, para hacer feliz a la gente se esfuerza en dar medida de todo y así anda, señalando periodistas, políticos, gente, reyes, dando y quitando entidad. Además de traer gadgets al Congreso, el político pasa el día señalando. Hace de fraile del tiempo que con su varita apunta si va a hacer bueno, seco, revuelto, inseguro, viento o lluvia. Rufián siempre da lluvia. Ha dicho también que Felipe VI le ha convencido con su discurso y que la próxima vez es posible que le vote. No sabe que en eso coincide con gran parte de la ciudadanía.

Es posible que el del domingo fuera el discurso más esperado del Rey, que ha tomado la costumbre de dotar de contenido a sus intervenciones. Durante algunos años, el previo a la cena de Nochebuena suponía más un trance de buena voluntad que se escuchaba de fondo en casa y la gente prestaba atención a tres asuntos fundamentales: las fotos, el mobiliario y la corbata. Después, en el salón algún contrario zanjaba la cuestión diciendo algo sobre Baqueira y tal, y entonces España entraba de lleno en el jamón, el foie y el salpicón de marisco. Como mucho, alguien intentaba escudriñar entre las palabras del monarca algún mensaje velado como los romanos leían la voluntad de los dioses en el vuelo de los pájaros. “Ha querido decir tal o cual”.

Ayer cuando sacaron la cena del horno, todo el mundo sabía lo que había querido decir Felipe VI, porque le ha cogido el gusto a decir cosas. Hay que aplaudirle esa afición porque el Rey tiene que erigirse en algo más que un tipo que da la mano desde el otro lado de la valla. Es este un gusto tardío, como todo en la Corona, pero reconforta encontrar un rey en las dificultades, sobre todo cuando estaba fraguando la Navidad en un catálogo de soledades, con el holograma de Puigdemont bailando en el Christmas de Bruselas, la carta imposible de la ‘niña Arrimadas’, el baile interrumpido de Iceta, la canción desolada de los ‘albioles’, un menú de Nochebuena en Estremera y en general aquella España caníbal de sí misma.

Y de pronto, aparece Felipe VI a dar las claves para la resaca que se le viene encima al país como el Alpe d’Huez de enero. El discurso tiene algunos puntos fundamentales. Uno es reconocer los errores y los retos, cosa extraña en un discurso político clásico, y admitir el camino que queda por recorrer en desigualdad, violencia de género y cambio climático, por ejemplo. Este abandonar la soberbia enfada mucho a los Alt-Right, cosa que también es de celebrar. El segundo consiste en reivindicar una democracia madura y un orgullo más ciudadano que solamente patriótico, una vía francesa para querer al país en el que uno vive que exaspera a sus enemigos de la izquierda.

El tercero y más fundamental supone reconocer que se viene por delante un trabajo de reconciliación en Cataluña, pero también en Madrid. “Es la convivencia, estúpido”, hubiera dicho de ser Clinton a principios de los 90. Como no lo es, tiene que ponerle al roastbeef algo de compota de manzana, pero el mensaje del Rey es claro: hay un país por reconstruir y no basta con la vuelta a la legalidad. Una vez que se haya normalizado la situación legislativa, habrá que volver a la convivencia en los grupos de Whatsapp -que por cierto, están para quitarse del toreo-, y las mesas de Nochebuena en Barcelona, y ahí no llega el 155. La misión enorme que encargó ayer el Rey a los españoles es el camino de la reconciliación y solamente tiene un comienzo: admitir que el de enfrente puede tener razón en algo.

Mostrar comentarios