OPINION

El futuro de Podemos y el calcetín de Pablo Iglesias

John Locke escribió esto en su epitafio: “Detente viajero. Aquí yace John Locke. Si te preguntas qué clase de hombre era, él mismo te diría que alguien contento con su medianía”. Además de su despedida, el empirista británico redactó una de las teorías más brillantes acerca de la paradoja de reemplazo, que es un clásico de la filosofía. Describió un escenario en el que a un calcetín le salía un agujero, y se cosía. Y después otro, y otro más, así hasta que el material zurcido había reemplazado totalmente al del calcetín original y, en ese momento, Locke se preguntaba si seguía siendo el mismo calcetín y abría una reflexión sobre la identidad de las cosas.

Hubo una época en la que la coleta de Pablo Iglesias fue un icono del país, aunque yo entonces creía que el verdadero símbolo de la nueva política en España era un paquete de azúcar a medio terminar que había en la mesa del salón del piso de Iglesias y del que se servían directamente a la taza de café. Estuve en Lavapies al día siguiente de las primeras europeas y en el cuaderno apunté que a Iglesias había que buscarlo en el brillo en la mirada de la gente –antes aún de que patentaran a la Gente- y en los colores desgastados de las ropas tendidas de los balcones. Después todo se le fue cristalizando a su alrededor. Lo recuerdo después bajando la Carrera de San Jerónimo junto a Pedro Sánchez. Los viandantes le decían cosas y una parte de España entraba con él en el Congreso, metida en aquella camisa de Alcampo.

Escondía debajo del ‘quechua’ una ametralladora de alegorías, pero ya le apretaba el corsé de la gran política. En Vistalegre Dos lo vi levantar los brazos el día en que a Íñigo Errejón una de las dos Españas había de helarle el corazón. En Madrid aquella mañana hacía un frío institucional. Iglesias se movía con ese impulso perspicaz tan suyo y esa inclinación de nuca cercana a la reverencia y daba palmetazos en las espaldas. Cuando susurraba al oído de Juan Carlos Monedero, le nacía de la boca una nube de vapor blanco y fugaz, pero él era el único de toda aquella plaza de toros que no llevaba jersey. O le reconfortaba el amor por España como a Horacio Nelson cuando paseaba por el puente del ‘Victory’ sin capa –“Me calienta mi amor por Inglaterra- o es que el abrigo quedaba mal para la foto. Aquel día en el que pasó por la quilla al errejonismo, a Pablo Iglesias se le plastificó la sonrisa como si fuera su propia estatua de cera. Quizás fuera el frío.

Hace un tiempo que habita en un informativo lleno de noticias sobre nieve. El CIS le ha traído carbón. Lo sitúa con 18,5% de los apoyos, tan lejos del 24,2% PSOE de Pedro Sánchez y solo un punto por delante de Ciudadanos. En el partido hay consenso en que es muy poco para haber preguntado a los votantes días después de los porrazos del octubre catalán. El acercamiento de los comunes al secesionismo y la tibieza equilibrista de Iglesias les pesan en las encuestas como un collar de melones, pero han estado a punto de descuartizarlo muchas otras

tensiones.

A Podemos han tenido que zurcirlo mucho en muy poco. Tuvieron que coser el agujero de ser un partido pretendidamente horizontal que en la realidad está comandado por un grupo de amigos que se conocieron en la Universidad. Tuvieron que explicar cómo se puede pasar por tantos aros: venderse como el partido con mayor democracia interna y después darle pases de pecho a su comité de garantías, pretender contar con todos y después apartar a los disidentes, transitar de las barricadas a la socialdemocracia, de las votaciones a mano alzada a las purgas, de las aceras de Sol al juego de sillones. Digerir cómo ayer se quemaban bancos y hoy hay que aceptar las deudas de las instituciones, cómo, en definitiva, se hace uno mayor, que es algo difícil de aceptar pero que le sucede a todo el mundo menos a Jordi Hurtado.

Con el viento del electorado en contra, de cara a las autonómicas de 2019 cada vez más voces que apuntan a que la ejecutiva de Podemos está pensando en cambiarse el nombre. Las siglas es lo único que les queda por cambiar.

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