OPINION

KRLS y la gasolinera, un viaje a la banalidad

A KRLS, que se empeña en lo vulgar, lo han prendido en una versión alemana de la gasolinera de Alfredo Landa en ‘Lleno, por favor’. A Puigdemont lo han trincado como a un vulgar infractor de tráfico. Las gasolineras son el espacio más anodino de nuestra geografía urbana, el paraíso de la uniformidad. Los dependientes se parecen tanto entre ellos que se diría que son el mismo en Úbeda, en Tarragona y en Etxegarate. Las gasolineras se distinguen unas de otras en si hace frío o hace calor. En todas se venden los mismos aperitivos, las mismas aceitunas en descomunales tarros. Hasta los productos regionales que se ofrecen en las estanterías parecen los mismos. El queso local termina por parecer igual en el Delta del Ebro y en La Mancha. El mismo olor, las mismas galletas, las mismas navajas, el mismo aceite, las mismas revistas, el mismo reparo a tocar el picaporte de la puerta del cuarto de baño, la misma sospecha higiénica. Los mismos camioneros somnolientos aparcan en la misma parte de atrás. El tipo que atiende en la frontera entre Suecia y Noruega tiene el mismo aire de extraterresetre distraido que el de Albacete y el de Vitoria. Las gasolineras y su uniformidad antinacionalista vertebran cotidianamente Europa pues nos recuerdan que, al fin y al cabo, todos los lugares son el mismo. Quizás todos seamos el mismo.

Desde que el Imperio estableció su enloquecida residencia en Waterloo, se diría que al independentismo le diseña los símbolos el enemigo. Una detención en el servicio de caballeros de un bar cualquiera hubiera sido más heroica que una operación policial en cualquier estación de servicio, pero a KRLS siempre le faltó épica. No ha sido capaz ni de dejar una frase para la posteridad. Cuentan que cuando lo detuvieron, tomó el teléfono, llamó a los suyos y les dijo: “Tengo un problema”. Podría ser el eslógan del procés. En realidad, lo tenía hace tiempo. La de Puigdemont ha sido una detención superficial y literariamente vacía. KRLS es el oficinista de los libertadores de los pueblos. La realidad, que también es terca, se empeña en negar al presidente depuesto su aura de Moisés del pueblo elegido. Quizás todo se trate de que no hay pueblo.

Pese a navegar en las aguas del mayor de los absurdos, la aventura de Puigdemont ha bebido de la banalidad. Ni siquiera apelando a los símbolos y en general a lo descabellado, que siempre tiene tantos seguidores, el expresident ha conseguido movilizar a las masas. El pueblo no estaba cuando aquella DUI de Schrodinger, no estaba cuando lo detuvieron y no estará, porque toda la aventura estaba financiada por las emociones, que son un carburante peligroso y carísimo, y al líder le faltaba ‘punch’. De todo lo que le echo en cara al loco trivial de Puigdemont, lo más grave ha sido fiar su aventura al estallido social. El secesionismo sacó a pasear primero las sonrisas frente al ogro de España y, después, las lágrimas del reverendo Junqueras y Sor Rovira, pero en realidad lo que necesitaba para sobrevivir eran barricadas, gasolina y fuego en las calles. Esa vocación de hoguera les va a costar caro.

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