OPINION

La gala de los Goya y la dignidad de salón

Dentro de cada español hay un seleccionador de fútbol, un organizador de cabalgatas de Reyes y ahora también un guionista de galas de los Goya. Dentro de cada español vive un montón de gente. La España poliédrica y multitarea no deja de erigirse en cosas, cada día una. Este es un país de árbitros. La gala de los premios de la Academia ha recibido muchas críticas y percibo que ha sumido a la nación en una suerte de gran depresión. La masa reprocha a los guionistas que estuvieran poco acertados. No sé. A día de hoy con el emperador KRLS buscando piso en Waterloo es difícil firmar un guión más chanante que la portada de cualquier jueves y en realidad, yo confío cada vez menos en la capacidad de la gente para coger los chistes. No sé si el hecho de que la tropa del cine no se riera es malo o en realidad es bueno. Nietzche advirtió que en las fiestas patrióticas, los espectadores forman parte de los comediantes.

Este país tiene esas curiosas maneras de mirarse. Pasa de la indolencia mediterránea a preguntarse de pronto quién es y a buscar la respuesta en el ritmo más o menos ingenioso de una gala del cine o en la cantidad de puntos que coseche el candidato a Eurovisión. Si no le gusta lo que ve, le asalta una suerte de vergüenza identitaria. Porque en ese momento, España se siente menos y sufre un arrebato de dignidad de sofá. A orgullo de salón no nos gana nadie. Un español puede lidiar con la cola del pelotón de treinta informes Pisa, pero encuentra una decepción infinita en los chistes de una gala del cine. G.K. Chesterton supeditó la prosperidad del imperio inglés al pelo rojo de una chiquilla que se cruzó en la calle seguramente porque en esos días no había fotos del peinado de Najwa Nimri en un ‘photocall’.

La ceremonia de la entrega de los Goya se ha convertido en una suerte del Debate sobre el Estado de la Nación con las espaldas al aire. El problema no es la gala; es lo que se interpreta de ella. Lo que se hace con ella, en lo que se quiere convertir. Hace un par de generaciones, los españoles proyectaban en sus hijos sus decepciones y frustraciones; hoy se proyectan en la gala de los Goya.

De todo ese marasmo sacado de contexto ha quedado un poso de agotamiento, una capa fina de polvo sobre la tele, una desazón agria, el eco del galope de un país cansado. Tienen la culpa las expectativas y el intento de convertir una gala de entrega de unas estatuillas en una suerte de Mayo del 68, el hecho de darle sentido a todo hasta que la masa caiga rendida. Negar que existe una diferencia injusta en cuanto a cómo se paga, como se trata, cómo se educa y hasta cómo se viola o cómo se mata a las mujeres en Occidente sería negar la realidad. La lucha por los derechos de la mujer debería tener otra dignidad y parece que ponerse un abanico, hacer unos cuantos chistes y convertir una reivindicación justa, evidente y urgente en un parque temático en todos los escenarios no es el camino. Extenúa esta causa continua. Cualquier día aparecerá un compañero en la oficina diciendo que los dos cuernos que le puso su mujer con el profesor de pádel los lleva por la defensa de la tauromaquia.

Una gala para visibilizar las diferencias de género en el cine: la intención no era mala; tampoco la causa era pequeña. El problema es que este dotar de sentido a todo a todo lo que hacemos, este gesto constante, casi este tic reivindicativo, esta revisión de valores diaria, este cardio de significados termina por ser agotador y, a la postre, anestesiante. Corren el riesgo de convertir causas que merecen la pena en complementos de moda, en un prêt-à-porter de lo que es justo. Ortega escribió que nuestras convicciones más arraigadas son las más sospechosas.

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