OPINION

La no investidura de Puigdemont y la holgura de España

A España se le están soltando ya las costuras de la sorpresa. A este país lo están anestesiando con tanto golpe de efecto, tanta carambola y tanta alarma de última hora. Cabe imaginar un mañana en el que el fin del mundo

sea cada martes. Es probable que la tierra explote hoy y también mañana. Esta es una nación muy elástica. Cada día, un apocalipsis, pero ese régimen de alerta hipercalórica tiene un límite. En el País Vasco, con el terrorismo no terminó la injusticia -ojalá-; con ETA acabó el hecho de que la gente no podía más. Un pueblo indignado suele mutar en un pueblo harto.

En realidad, si pasan muchas cosas una detrás de otra, no queda más que acostumbrarse. Hay gente con un don para adaptarse. Conozco un periodista de guerra que se alojaba en el Hotel Palestina en la toma de Bagdad cuando lo de Couso, y que había vivido tanto que cuando en las noches de bombardeo el cielo se iluminaba en resplandores naranjas y los demás se acurrucaban en la bañera, él conseguía amar. En esas madrugadas de alcoba y cristales rotos, ya ni siquiera imaginaba la distancia a la que caían los proyectiles. Después cuando se volvió, conoció a su mujer, se casó y ella ya no le deja ir a la guerra, no vaya a ser que siguiera amando. El ser humano es tan inmenso que consigue vivir casi en cualquier circunstancia. Lo malo es lo que queda después. Lo difícil no es amar en el bombardeo, lo difícil es hacerlo en una urbanización de Madrid sin que se le cruce a uno por la cabeza el cielo estremecido de Bagdad. El callo, el vicio, la cojera, la cicatriz, el trauma. Eso es lo difícil: lo que permanece.

Cuando termine el problema de Cataluña, que terminará, a España le quedará holgura. Ya se va notando. Ese será el problema de la clase política de pasado mañana, cuando vuelva a entrar en la atmósfera de la normalidad del qué ha pasado hoy, de la cotidianidad de la foto poniendo la primera piedra del colegio, de la cifra y el canutazo de la rutina. La paz trastoca todos los equilibrios del combate y al menos, la guerra tiene sus reglas. A la calma llega uno hecho unos zorros y aquí ya casi nadie se concibe sin su enemigo. Miren si no dónde están Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, abandonados por sus némesis.

Puigdemont está en todos los focos porque es enemigo de todos. Ha salido tanto del tiesto que ha dejado a Gabriel Rufián como principal actor de la parte seria de la charlotada. De momento, camina por el filo del ditirambo y hoy tiene varias opciones para la fiesta de su feliz no investidura. Feliz porque ni siquiera él quisiera ser president. Sería un lío y además, tendría que gobernar, que por lo general es una cosa bastante compleja y trabajosa si se quiere hacer con un mínimo de decoro. Su problema es que tiene que gritar cada vez más para hacerse escuchar. Después de semejante trapisonda, el único golpe de efecto que le queda es aparecerse en el Parlament de Tractoria vestido de unicornio o convertido en quetzal y batir por encima de las cabezas su enorme cola de largas plumas de fuego amarillo. Aún hay gente que cree que vuela. La resaca va a ser tremenda.

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